Flavia estaba a punto de terminar la secundaria y tenía dos opciones, pero antes de continuar con este relato hay que decir que la segunda le causaba repulsión. A la noche dejaba charcos de lágrimas en la almohada de solo imaginarse calzando botines y usando gorra, parada en una esquina y expuesta a los rayos del sol ardiente durante horas; horas valiosas que podría aprovechar leyendo a Italo Calvino o a Liliana Bodoc. Y lloraba aún más fuerte cuando se figuraba apostada en la puerta de un supermercado, disparando su arma contra gente que, a diferencia de ella, no tenía ni arroz ni salchichas de segunda marca fiadas por don Escobar.
La primera bifurcación
Llegó noviembre y el miedo a perder un año la empujó a optar por una carrera que pudiera cursar en Paraná, ya que su familia había caído en el subsuelo de la pirámide económica y estudiar en La Plata era sencillamente imposible.
11 de noviembre 2018 · 22:56hs
En el fondo sabía que eso –convertirse en agente de la Policía– jamás pasaría, pero su afición a la lectura la hacía adepta al drama y le gustaba sufrir un poco valiéndose de la imaginación. Es que a los 16 años Flavia sabía lo que quería. En cuarto año del secundario había decidido que quería cursar la Licenciatura en Letras en la Universidad Nacional de La Plata. Pero un año más tarde, promediando quinto, terminó por aceptar que en aquella ciudad ni el alquiler, ni la comida, ni los apuntes se podían pagar con Bonos Federales. La situación del país pintaba de marrón a negro azabache aquel noviembre de 2002 y ella todavía oscilaba, como varios de sus compañeros de la escuela, entre seguir una carrera universitaria o enlistarse como agente de la Policía de Entre Ríos, con el único fin de tener un ingreso económico rápido y seguro, por escueto que fuera.
Llegó noviembre y el miedo a perder un año la empujó a optar por una carrera que pudiera cursar en Paraná, ya que su familia había caído en el subsuelo de la pirámide económica y estudiar en La Plata era sencillamente imposible.
En su mesa de luz guardaba planes de estudios que había pedido en algunas facultades; la carrera que terminó por convencerla más fue Comunicación Social. Corría marzo de 2003 cuando Flavia entró al oscuro edificio de hormigón de la Facultad de Ciencias de la Educación. Todas las dudas del ingresante universitario la sorprendieron como baldazo de agua apenas puso un pie en la escalinata gris: "¿Y si en la escuela no aprendí lo que tenía que aprender?", "¿Y si no me da la cabeza para estar en la facultad?", "¿Y si pierdo tiempo acá y después no me gusta la carrera?", "¿Y si después no consigo trabajo?".
Por suerte, parado en el medio del hall estaba Andrés, un compañero de escuela que –igual que ella– había elegido la carrera a último momento y por descarte. Ver una cara conocida la armó de coraje.
Antes de que terminara el primer semestre Andrés dejó la carrera, pero ella se entusiasmó. No solo por lo académico, sino por el grupo humano. Por fin se encontró con gente que tenía objetivos e intereses similares. Y era la primera vez en su vida que conocía y se hacía amiga de santafesinos, hasta entonces, una especie cuyo hábitat era cercano, aunque jamás se la había topado cara a cara. "Como los aguará guazú", pensaba.
Fue con sus pares santafesinos con los que más terminó congeniando; con ellos –habitantes de la tierra de la cerveza– comenzó a degustar sus primeros porrones helados acompañados por los suculentos sánguches de salame que compraban en lo de La Paraguaya, legendaria kiosquera que alimentó a generaciones de comunicadores sociales por monedas. E incluso, por Bonos Federales. En esos improvisados picnics en la plaza Alvear hablaban de cine, literatura, política y música. En esas reuniones surgieron proyectos, revistas y programas de radio donde haría sus primeras armas en el periodismo, rama de la comunicación social por la que se inclinaría tiempo más tarde, encontrando puntos afines con su interés primero, la literatura.
Los 18 años fueron para Flavia mucho más que una mera formalidad para dejar de ser una "menor", término que hasta hoy le parece despectivo. No eran para ella prioridad hacer incursiones al casino, sacar la licencia de conducir sin autorización de un mayor, ni ninguna de esas permisiones que llegan con la "legalidad". De todas maneras, no tenía el dinero para aprovechar esos beneficios. Para ella fue tiempo de decisiones cruciales y crisis de todo tipo, tamaño e intensidad. A los 18 la vida le presentó su primera bifurcación importante; la primera de tantas con las que se sigue topando cada vez que intenta dictaminar qué será del futuro.