Coronavirus y hacinamiento, un cóctel explosivo muy previsible

Gallinas y gallos inician la línea de ponedoras y parrilleros en las "granjas de abuelos" y muestran una protección sanitaria envidiable.
14 de marzo 2020 · 17:21hs

Las granjas de abuelos en las empresas avícolas son comunidades de aves que dan vida a las parejas madres, para la reproducción masiva en nuestra provincia. Esos galpones están ubicados en verdaderos paraísos, rodeados de montes, soleados, sin contaminación, cero hacinamiento, y con cuidado sanitario extremo de los profesionales y obreros encargados.

Dice una de las firmas insignes en este rubro: “En Santa Elena, provincia de Entre Ríos, zona caracterizada por estar alejada de toda contaminación y por su gran aislamiento, se construyeron seis granjas: dos de recría para abastecer a cuatro de postura. Dentro del complejo, también se incorporan una planta de alimento balanceado para asegurar todos los requisitos nutricionales libres de contaminación, y una planta de incubación equipada con la más avanzada tecnología. Ambas plantas permitirán obtener pollitos reproductores de la mejor calidad, manteniendo los estándares exigidos”.

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Ahora unas preguntas: ¿por qué los expertos eligen una zona libre de contaminación y estrés; evitan el hacinamiento de las aves y las cuidan de probables epidemias? ¿Por qué el espacio amplio? ¿Y por qué esos requisitos nutricionales?

Si son normas buenas para las gallinas, ¿no vendrían bien para los humanos? Y la más obvia de todas: ¿qué dirán los avicultores y veterinarios sobre los riesgos de las mujeres y los hombres hacinados en barrios, expuestos a cualquier calamidad?

Falta conciencia

Todos queremos a los animalitos, y no hay por qué pensar que en la empresa avícola los quieren menos o más que cualquiera de nosotros. Lo que ocurre ahí es que el estado de salud de los planteles se puede traducir en números, se puede medir: si los profesionales no dan garantías de salud, corren el peligro de que un virus arrase con todo, incluso con la empresa. El amontonamiento de gallineros expondría a las aves a enfermedades muy peligrosas, y por eso evitan el amontonamiento.

Lo mismo ocurre entre seres humanos, pero a diferencia de las granjas de abuelos, aquí el hacinamiento ha sido naturalizado. El hacinamiento es una marca de racismo, coloca a las víctimas bajo la línea de lo humano, pero no se ve mal en las clases dirigentes.

Para tener salud, para dar garantías de reproducción sana y eficaz y evitar contaminaciones y enfermedades, es necesario un ámbito adecuado, evitar los lugares apiñados. Eso está claro entre los avicultores. El Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria ha editado un manual de normas básicas para la bioseguridad de las granjas avícolas. Leamos el primer párrafo de la obra firmada por el veterinario Francisco Federico: “Preferentemente, cada galpón de su granja debe ubicarse en zonas altas, no anegadizas y alejadas de otras granjas de crianza. La distancia mínima a tener en cuenta de otras granjas de producción es de 1.000 metros, mientras que se debe establecer a 5.000 metros de granjas de reproducción de padres y 10.000 metros de granjas de reproducción de abuelas (Resolución SENASA 542/2010)”. ¿Queda clara, entonces, la importancia de evitar los contagios? ¿Alguien puede dudar de los males del amontonamiento? Ahora: ¿por qué no cuidamos así a las personas? Una gimnasia nos facilitará la comprensión: mirar durante media hora una granja de abuelos en la avicultura. Luego mirar un barrio de Paraná, de Concordia, de Rosario, de Buenos Aires. Entonces nos preguntaremos quién tiene más conciencia sobre la salud; si los empresarios, profesionales y obreros de la avicultura, o los sucesivos gobernantes.

Esos protocolos del INTA apuntan las necesarias barreras naturales (arbolado), los requisitos para ingresar al predio, la vestimenta del personal, el lavado de manos, y una veintena de normas claras y estrictas. Hay planillas para los registros de alimentos, visitas, extracción de residuos, medicamentos, enfermedades, control de plagas…

Todos manoseaos

Y en el mismo lodo, todos manoseaos, cantamos en Cambalache. Ahora: ¿existe alguna condición natural, alguna presión social o histórica o cultural que nos exija el amontonamiento? Y si vamos a amontonarnos, ¿no convendría conocer esos riesgos y tomar recaudos, como ya lo hacemos con las gallinas? ¿No sabíamos, acaso, que el ser humano está expuesto a probables pandemias y que conviene andar con la guardia alta?

Hace unos días recorrimos algunas farmacias y no conseguimos, por caso, alcohol en gel… Compramos alcohol, sí, pero luego nos enteramos que también faltaban barbijos. Uno imagina, en cambio, que con lo caro que nos resulta el estado todo esto estará resuelto en un tris.

Ahora imaginemos a todos los entrerrianos, mujeres y varones, viviendo aislados, cada cual a una cuadra de su vecino más cercano. Es una fantasía, pero hagamos la prueba. Ocuparíamos en total poco más de un millón de hectáreas, y el territorio provincial tiene casi 8 millones de hectáreas.

En esa hipótesis, una familia de diez miembros en total viviría en 10 hectáreas (diez manzanas). En números redondos, de 5 millones de hectáreas en producción agraria o ganadera que tiene la provincia, todos los panzaverdes ocuparíamos sólo una cuarta parte, y las restantes tres cuartas partes darían lugar a muchas personas más, sin necesidad de amontonarlas, preservando y recuperando montes, arroyos, bañados… Con eso decimos que el hacinamiento que padecemos es un problema de organización, nada más, y es eso lo que nos expone a enfermedades fatales.

En nuestro territorio, Paraná, Concordia y otras 50 ciudades sufren un mal potenciado en Buenos Aires y Rosario, para abonar la transmisión de enfermedades que se contagian por cercanía y contacto.

Se suma aquí que el hacinamiento viene acompañado de destrucción de hábitat para el resto de las especies, porque las familias son expulsadas de las zonas campesinas por un sistema que privilegia el dinero con trabajo robótico, sin personas ni árboles, y los impuestos para el Estado. De modo que todas las especies son empujadas al cambio de hábitos, y la producción de alimentos se realiza también, en la misma línea, de manera intensiva. Para ver a los ejemplares apretados basta recorrer granjas con gallinas, pollos, cerdos, vacas, novillos. En el país sobra espacio, falta criterio.

Lo dice la ONU

Veamos toda la superficie que ocupa la ciudad de Paraná completa, y hallaremos muy cerca de acá una estancia del mismo tamaño que emplea a una sola persona. O dicho de otro modo: los 4 millones de habitantes de Buenos Aires caben en una sola estancia que hoy emplea a 10 personas o 15, no muchas más. Hemos perdido la proporción.

No todo tiene que ser igual, por supuesto. Los oficios son distintos, las historias son distintas. Pero si priorizáramos la armonía evitaríamos estos extremos insostenibles y riesgosos. Ya hemos enumerado en este espacio la cantidad de enfermedades en sinergia originadas en el amontonamiento; males que se potencian mutuamente. Y bien: hoy sumamos el coronavirus.

El Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente –Pnuma- acaba de explicar que las enfermedades transmitidas de distintos animales a la especie humana aumentan y empeoran por la destrucción de hábitats salvajes. Bueno: he aquí una organización con algún prestigio que dice lo obvio. ¿A qué llamamos destrucción de hábitats? Demos un ejemplo: la tala rasa a razón de 10.000 hectáreas al año, que es el promedio entrerriano. La basura en los arroyos. El riego con insecticidas y herbicidas. Etc. Y estamos hablando de acá, de nosotros, de hoy.

Los hábitats degradados -dicen en Pnuma-, pueden incitar y diversificar enfermedades, ya que los patógenos se propagan con facilidad.

Traducido: nuestro sistema invade y destruye, y cuando llegan las consecuencias esperables del desequilibrio, el mismo sistema nos atormenta y nos amenaza.

Para prevenir las zoonosis –añade el programa Pnuma de la ONU- debemos revertir las múltiples amenazas a los ecosistemas y a la vida salvaje, entre ellas, la reducción y fragmentación de hábitats, el comercio ilegal, la contaminación y proliferación de especies invasoras y el cambio climático.

Es decir: alimentos sanos y cercanos, vida serena, casas integradas en el paisaje, organización comunitaria, difusión de saberes y prácticas que cultivan la armonía, son antídotos naturales contra los males modernos del andar apurados y apiñados.

No habría que confundir, claro, cantidad con comunidad. “Todos estamos solos, juntos y aparte de los demás”, dice una milonga de José Larralde. Hoy, las medidas que buscan evitar los encuentros masivos no necesarios (canchas de fútbol por caso) no tienen por qué hacer mella en los lazos comunitarios. La vida comunitaria no precisa masividad.

En el otro extremo, hay que admitir que el encierro de los que están en riesgo de coronavirus y ya fueron contagiados, debe ser tratado con delicadeza porque puede generar otros problemas. Días atrás leíamos la triste carta de un hombre italiano que lamentaba la muerte de su madre y su padre con diferencia de minutos; lo que más le dolía era no haber podido siquiera acompañarlos, darles una palabra de aliento, despedirlos, nada.

Mucho cacareo

La protección de la salud de las comunidades de aves obliga a medidas estrictas en la circulación de ejemplares. De ahí las prevenciones de las industrias con las llamadas aves de traspatio, en las que los requisitos para evitar infecciones resultan laxos. ¿Por qué, entonces, los gobernantes permiten el tránsito de millones de personas que en general por mera recreación pueden trasladar los virus y convertir una enfermedad localizada en pandemia? La presencia del coronavirus nos llena de interrogantes y desnuda algunas de las debilidades del sistema.

Por razones que ignoramos, el coronavirus fue una explosión en los medios masivos. Por ahí viene bien, para estar más atentos. Otras enfermedades ya están aclimatadas y aunque matan a miles no logran la misma prensa. Cada año mueren entre 6 y 8 mil personas en accidentes de tránsito. Lo que sería, si hubiera un Estado atento en las rutas bajo su responsabilidad.

No ignoramos aquí otros aspectos de la pandemia que nos tiene desvelados, pero quisimos hacer foco en la comparación de la salud humana con la salud de animales con precio por su cabeza.

Llegado este punto, vamos a decir que conocemos a personas llegadas esta semana a Paraná desde Europa, después de la declaración de pandemia, que en el trayecto no encontraron el acompañamiento esperable y necesario para saber qué hacer, adónde alojarse, a qué atenerse, con quién viajar para llegar a domicilio e inicia la cuarentena como Dios manda. Mucha declamación y escasos reflejos en los estados nacional, provincial y municipal. Si los viajeros hubieran sido gallinas, esto no pasaba. Tal vez si las personas valieran 200 pesos el kilo, el cuidado sería puntilloso, como en las granjas de abuelos, sin mucho cacareo.

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