Eduardo Galeano, en su libro “El fútbol a sol y sombra”, trazó una pintura completa de este deporte que moviliza multitudes de personas y millones de dólares. Es una sucesión de textos que describen sus variadas características: como juego, como culto, como negocio, como rebelión. Volver a repasar sus páginas es reencontrarse con acontecimientos de la historia que precisan qué significó esta disciplina desde sus orígenes y su llegada al Río de la Plata de la mano del imperialismo inglés en pleno siglo XIX, cuando fue adoptado por los obreros portuarios y ferroviarios, que primero la practicaron como distracción en medio de extensas jornadas laborales y luego fundaron clubes en todas las ciudades argentinas, con los que también fundaron una parte importante de la cultura popular nacional.
Qatar 2022: jugar, rezar, luchar
Por Alfredo Hoffman
Foto: Télam
Banderazo argentino en Qatar.
Galeano escribe sobre las descalificaciones que ha recibido el fútbol, tanto con contenido ideológico de derecha como de izquierda. Por un lado, se critica al pueblo que adora a la pelota y al que parece no importarle ninguna otra cosa, que ejerce su “instinto animal” por sobre “la razón humana”. Por el otro, se cuestiona a quienes “atrofian su conciencia y se dejan llevar como un rebaño por sus enemigos de clase”; algo así como el opio de los pueblos que los adormece y desvía sus instintos revolucionarios.
Volver al gran escritor uruguayo permite entender mejor el clima social de estos días, en que nada parece merecer más atención que cualquier noticia que tenga que ver con el Mundial de Qatar. Permite entender la dimensión supersticiosa o cuasi religiosa de este simple deporte. La adoración por una camiseta o por un jugador, hasta el punto de convertirlo en ídolo. Los rituales que rodean a cualquier partido, suceda en Doha o en cualquier cancha de Paraná. La desazón por un resultado, el dolor de panza en una definición por penales, la euforia y el descontrol por un balón que mueve la red.
Durante las últimas semanas también salió a la superficie la significación del fútbol como fenómeno social y cultural. Su rol como aglutinador y punto de encuentro, en un país dividido por otros menesteres. Su capacidad para provocar la descarga de tensiones y el desahogo colectivo. Para contribuir a la (efímera) felicidad del pueblo.
El espejo de Qatar 2022 también devuelve, como reflejo del mundo, la ferocidad de la desigualdad. La televisión muestra tribunas repletas de millonarios –algunos habrán ahorrado durante años para poder viajar a ese país remoto, pero son la excepción que confirma la regla– festejando los goles de futbolistas argentinos nacidos en pueblos y barrios populares. Las cámaras captan a niños y niñas que pueden cumplir el sueño que un trabajador o trabajadora nunca en su vida logrará. Pero ese trabajador o trabajadora es feliz de todos modos, gritando en una siesta entrerriana de diciembre, en cuero frente a un televisor y al alcance del aire tibio de un ventilador.
Es la misma desigualdad que reina puertas adentro del fútbol profesional, donde los países europeos dominan la FIFA como han dominado el mundo, y contra la que se enfrentan selecciones latinoamericanas, africanas y asiáticas. En esta Copa del Mundo el público es testigo de equipos que desafían a los poderosos: ahí está Marruecos en la semifinal. Diego Maradona fue un abanderado de la lucha contra las injusticias futbolísticas y, en su caso, también contra las extrafutbolísticas. Por eso la aparición de un Lionel Messi contestatario derivó con justicia en su caracterización como “Messi maradoniano”. Lionel, como lo hizo Diego toda su vida, protesta contra el poder; contra una superioridad que se pretende imponer fuera de la cancha. En el fondo, se trata de un poder que se ejerce desde el negocio, desde “los dueños de la pelota”, como lleva por título el último capítulo de “El fútbol a sol y sombra”.
Todo esto es el fútbol. Pero al mismo tiempo, es sólo fútbol. Un juego. En palabras de Galeano: “El puro goce del cuerpo que se lanza a la prohibida aventura de la libertad”.