Salimos de Paraná por el Acceso Norte a velocidad moderada. Un vehículo se puso a medio metro de nuestro paragolpes para forzar el paso. No podíamos corrernos hacia la derecha porque allí marchaba otro vehículo un poquito más lento. Cuestión de segundos: el automovilista pegó un volantazo, tomó por la derecha y en los diez metros que quedaban, nos pasó con un peligroso zigzagueo.
Pavimento rojo
Foto UNO/Archivo/Ilustrativa
Un minuto después fuimos testigos de un caso similar, con riesgo para otros viajeros.
Nada nos sorprende ya en materia de imprudencia al volante, pero sí la impunidad que gozan los conductores temerarios, cuando las denuncias sobre este flagelo se repiten por años.
Esta semana viajamos a Rosario. En los 60 kilómetros del enlace con Victoria contamos a vuelo de pájaro más de 30 cadáveres de coipos (nutrias), víctimas de la velocidad. Tres animalitos en cien metros, por ahí, para nuestra pesadumbre. Es una masacre.
Como los caranchos los devoran en poco tiempo, debemos multiplicar varias veces el número de víctimas del tránsito, para hablar de solo un mes.
Nosotros contamos las pieles en la ruta, no las que quedan en las banquinas, donde los caranchos se dan un festín.
¿Es la velocidad la causa? Sin dudas. Viajábamos dentro de las normas, pero en esos 60 kilómetros nos pasaron cuatro autos y camionetas en doble línea amarilla. Esta vez no nos pasaron sobre los puentes, pero eso nos ocurrió en otro viaje anterior.
Hay policías y gendarmes, y a doscientos metros de esas autoridades uno puede ser testigo de cualquier imprudencia.
Todas las semanas nos llegan las noticias con los resultados de este estado de cosas, expresados en muertes bajo tortura (como se muere en las rutas argentinas), a razón de 20 o 21 personas por día en promedio.
Los responsables de la mayoría de las rutas son los gobiernos, el nacional y los provinciales. Si las familias que viajan por razones de trabajo o recreación son expuestas ante el peligro de muerte por los gobiernos, y pasan los años y uno advierte que hay quienes marchan a 150 cuando la máxima dice 80, es obvio que no corresponde mirar solo a los conductores temerarios sino también a los responsables de las rutas.
Que un año explote la cantidad de víctimas en las rutas, eso puede ocurrir, como una casualidad. Pero si pasan dos y tres décadas y las estadísticas de muerte en ruta se repiten, como principal causa de muerte de la juventud argentina, entonces los gobiernos tienen mayor responsabilidad, por desidia o ineptitud.
¿Por qué en el túnel subfluvial el despotismo de los automovilistas se ha reducido a casi cero, desde siempre? ¿No son las mismas personas? No existen campañas adecuadas para la capacitación en seguridad vial, en proporción con la magnitud de este flagelo. No hay conciencia en las autoridades para adoptar medidas extremas. No hay inversiones adecuadas en tecnología y personal, la impunidad es reina, la muerte acecha. Los coipos quedan sobre el asfalto o en la banquina, para celebración de los caranchos. En algunos tramos el pavimento está pintado de rojo, ¿se entiende? Es muy triste.
Las personas son removidas, sus cuerpos no quedan a la vista, y no se ven tampoco las mamás, los papás, las abuelas, los hijos, los tíos, las amistades, los amores que la ruta destruyó. La estrategia de señalar a los conductores ya no es creíble. Los gobiernos deben revisar las velocidades máximas y bajarlas en 10 y 20 kilómetros, por una década, para luego ir adecuando las cosas cuando se logre mayor conciencia. Bajar la velocidad, hacer respetar la velocidad máxima y mínima, y las distancias, colocar personal que recuerde, sugiera, advierta, controle, instalar controles móviles bien equipados, y tomar medidas drásticas con los temerarios (quitarles el vehículo y la licencia de por vida). Son medidas necesarias, mientras vemos qué hacer con tantos camiones marchando a la par de los autos, y con las rutas angostas.
Cada principio de año vemos el formulario vacío de víctimas, con casilleros que iremos llenando. Seis mil, siete mil, ocho mil en solo un año. Siempre igual.
En un solo año perdemos en las rutas tantas vidas como diez guerras de Malvinas en una sinrazón que hace de las rutas un valle de lágrimas.