Desde la música, de inspiración klezmer del músico Goran Bregovic, compositor habitual de Emir Kusturica, hasta el
humor y los personajes que viajan en busca de la supervivencia y la identidad, hacen de El tren de la vida una película profundamente judía .
Dentro de la aparente amabilidad en la que se mueve El tren de la vida, el personaje del loco aporta el punto de lucidez necesario para que la farsa de la ficción no contradiga la tragedia de la historia. Filmar el Holocausto puede admitir la fábula poética pero nunca la manipulación de la historia en nombre de los buenos sentimientos.
El tren de la vida se sitúa en 1941, cuando un grupo de judíos de un pequeño pueblo de Europa Central descubre que van a ser trasladados por los nazis a un lugar desconocido y decide organizar un falso tren de deportación en el que varios de ellos ejercerán de oficiales alemanes para hacer creer a los nazis que en su pueblo ya se ha realizado la limpieza étnica. Ante el peligro, el pueblo consulta a los ancianos qué hacer. En el colmo de la indecisión y las discusiones bizantinas, terminan por hacerle caso al loco, que propone una fuga en tren hacia Palestina.
Mihaileanu, haciendo uso de un humor que es particularmente judío, toma a sus personajes y los pone a interactuar. Así, presenta al rabino, al loco del pueblo, al contable, a los distintos artesanos, a los jóvenes enamorados.
Lo que transmite la película es precisamente el esfuerzo comunitario frente al peligro que les amenaza. Esto unifica el esfuerzo y poco a poco consiguen su tren. Los pasos que da la comunidad, y cada uno de sus miembros, da verosimilitud a todo el proceso. El sueño imposible se obtiene si todos cooperan.