*Por Mario Osvaldo Cati
Mi nono gringo
27 de agosto 2017 · 11:37hs
Tenía mi abuelo, Don Luis Stivala, en sus ojos chiquitos y vivaces, el celeste transparente de lejanos mares, pero su risa y su alegría de vivir sonaban a tarantelas, era feliz con poco, era feliz trabajando de sol a sol y ponía el pecho a todas las contingencias que el clima y la vida le imponían.
Aquella sentencia "porca miseria" con la que iniciaba algún relato lo hacía parecer hosco en el trato, pero solo parecía, porque era buenazo.
Aquellas tierras fecundas de las quintas de Gazzano –que ya no existen– supieron del riego maravilloso del sudor de su frente.
Esa acelga que cosechaba tenía un verde especial, aquellos tomates gigantes pero puros como él, sin manipulación alguna, eran un manjar; lo recuerdo sentado en su banquito petiso, lavando remolachas y batatas recién cosechadas, siempre canturreando alguna canzoneta.
Aquel charret cargado de esos tesoros naturales y frescos, el zaino malacara que ataba y que, desde mi óptica de gurí chico, me parecía gigante. Él le hablaba como si fuera una persona. El farol colgando del pescante era una seguridad elemental para las oscuras madrugadas rumbo al mercado central.
Recuerdo Almafuerte con glorieta al medio, donde los espartillos apenas dejaban un lugar para las vías del tranvía que iba a Corrales, siempre contaba que al malacara no le gustaba ese ruido infernal, entonces él debía bajarse, tomarlo de las riendas y tranquilizarlo para que no se espantara, mientras el tranvía pasaba a su lado.
Los quinteros paraban de culata contra la vereda elevada de calle Venezuela, que ya no está; allí nomás descargaban sus verduras y frutas, y negociaban con los puesteros que esperaban en la madrugada a oferta y demanda, de palabra, sin boletas, sin firmas, sin IVA, al más puro "tome y traiga".
La parada terminaba enfrente, en el almacén de Giorda, donde compraba lo que la abuela Teresa necesitaba: harina, fideos, harina de maíz, yerba, kerosene y alguna camisa para el farol, no mucho más que eso, el consumismo a ultranza no había causado daños todavía. Mientras, en el fondo, corría la botella cuadrada de "giñebra" entre sus paisanos gringos, agradecidos de esta tierra, pero nostalgiosos de aquella Italia que dejaron por las guerras.
Ya estaba el sol alto, el nono Luis y el malacara estaban ansiosos por volver a la quinta, los adoquines de Bavio y luego de Gualeguaychú, en sentido contrario al actual, sentían el trote orgulloso y el "brazeo" elegante del zaino. La Comercial en la esquina de Belgrano, la herrería de don Pablo en Irigoyen, donde solía hacer herrar o comprar algunas herraduras, el hospital San Martín y finalmente Cinco Esquinas, la vereda alta del Bar del Molino, todo en aquel empedrado; un concierto de llantas y herraduras, mientras él –parado en el pescante, el rebenque como adorno sobre su hombro– evocaba a su Calabria cantando.
Recuerdo sus manos duras del trabajo pero suaves en el trato, su cabeza blanca con muchas heladas en ella, pero sobre todo su alegría chispeante, sus dichos italianos, sus maldiciones ironizadas como chiste, que en su castellano cocoliche me resultaban tan graciosas. Él nunca tenía tiempo, siempre estaba apurado, aún cuando ya no trabajaba, con los años entendí que su apuro era por volver a la quinta, a pisar aquella tierra de promisión, a su tomatal, a regar a mano su acelga, sus zanahorias, que de chico arrancábamos y comíamos allí mismo como una golosina.
No era muy alto mi abuelo, pero su estatura se media con otros parámetros, sus dichos en su lengua atravesada tenían verdades grandes, su contracción al trabajo que muy poco volví a ver, su alegría de vivir y no quejarse jamás, ni cuando una tormenta se llevaba en minutos su trabajo de meses.
Debe ser por eso que tengo tan vívida su presencia a pesar de que hace muchos años que abandonó el surco de esta vida.
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