Somos un montón, hay estudiantes, docentes, gurises, y hemos formado una amplia rueda de mate para comentar el paseo por el monte que acabamos de concluir. De lo alto de un palo baja el agudo acento de un morajú, para que no olvidemos ni por un instante el motivo del encuentro en el parque.
Amantes de los trinos, con la emoción del silencio colectivo
Por Tirso Fiorotto
Todos decimos gracias, y cada cual agrega algo de su cosecha. A su turno, la menor del grupo, una niña llamada Johanna, toma la palabra: “Gracias porque pude ver los pájaros, que es lo que más me interesa”. Al lado, su hermano Gian, cuaderno en mano: “Gracias por los pájaros, veinte, y (señalando con la birome) con ese chinchero, veintiuno”. (Lo estamos relatando de memoria, seguro se nos escapan detalles).
Alas y hojas
Luminosa la tarde, en el parque escolar rural Enrique Berduc (Parque San Martín), a veinte minutos de Paraná. Si hay un centro, ese centro es el morajú, como antes ha sido para nuestro paseo una bella choca con ese maullidito que aprendió de los gatos, eso parece. O más allá un chinchero chico, de los que trepan los troncos para escarbar en la corteza en busca de larvitas con un pico que en la especie mayor parece la aguja de coser las pelotas de antes. Y la mosqueta de ojos dorados, y la ratona con un despliegue de gorjeos a lo lejos, y ahí nomás, entre los molles, la pareja de tacuaritas azules en una agitada competencia de silbiditos.
De pronto el centro pasa al chillido estridente del taguató que nos sobrevuela y pone en alerta a la vecindad porque ahí conocen sus hábitos, como los de toda “ave de pico encorvado”.
Entre mate y mate, alguien le pregunta a Alfredo Berduc, el siempre bien dispuesto anfitrión, por un arbolito que ya se empeña en florecer, con hojas parecidas a las de las mimosas. “Es un chucupí, el chucupí más alto que he visto en mi vida”, responde el biólogo, y el ejemplar tiene poco más de tres metros. El foco está ahora en las hojas, el monte, el renoval de tembetarí, y deriva al repertorio de voces guaraníes para designar aves, árboles, hierbas, en fin, toda la biodiversidad, de un modo organizado como ocurre en pocos idiomas del mundo.
Ahí nomás interrumpe el diálogo un pitiayumí encendido en lo alto del algarrobo más alto. Qué regalo. No ha pasado una hora, y el monte abre la vida en abanico, para nuestra admiración, quizá como una devolución al silencio, bien logrado sin previo acuerdo. Hasta un cachorro de guazuncho sale al trotecito a veinte pasos y se pierde en el matorral.
En el camino de regreso, otros chucupíes que no nos llegan a la rodilla, y por eso el primero, por chico que sea, se nos antoja abuelo varias veces centenario. Son como arbustitos que crecen con el ibirajú bajo el guayabo, el sombra de toro, el quebrachillo, el molle, las tramontanas, zarzaparrillas, helechos, y tantas especies que pueblan esta confluencia de los relictos del Espinal y la selva costera.
Sin engaños
Gian cuenta una veintena de las 220 especies registradas en el parque. El paseo se convierte por ahí en una oración, un homenaje al oído, con todos en silencio, y ni siquiera recorremos las orillas de los arroyos que atraviesan el monte. Eso queda para otra vez.
Hemos dicho el monte último: antes de esa caminata, en el salón del parque, al lado de la biblioteca Andrés Guacurarí, han ofrecido sendas charlas Alfredo Berduc y Raúl Spais, presentados por las profesoras Verónica Fernández y Emiliana Götte.
Las docentes recuerdan que el taller es parte de un proyecto de extensión de cátedra de prácticas docentes, que llaman Sonidos de aves, bioindicadores ambientales. Es una salida a campo abierta, dentro del profesorado de Educación Primaria Orientación Rural, de la Escuela Normal Rural Almafuerte, en la Facultad de Humanidades, Artes y Ciencia Sociales de la Uader.
Allí los expositores muestran de entrada algunas fotos aéreas que impactan, porque las 600 hectáreas de ese monte en La Picada pueden dar una idea de preservación, y están rodeadas por 200 mil hectáreas desmontadas, es decir: representan menos del 1% en la zona. Imaginemos una manta con estampado escocés, y por ahí una pequeña manchita de mate del tamaño de un botón. Demasiado poco para mitigar la pesadumbre de la tala rasa.
A las escondidas
Las profesoras Götte y Fernández le dan un tono emotivo al encuentro, explican la intención de recorrer los bioindicadores, las campanas alertas de las aves en este caso, sobre el estado del monte, y muy particularmente la presencia que tiene el “paisaje sonoro” en la biodiversidad, que en muchos casos ofrece una mayor complejidad incluso que la vista.
Luego Spais explica que en más de una oportunidad ha escuchado y grabado trinos y reconocido aves que en principio, no logra ver. Le pasó con el espiguero pardo, cuyo hallazgo en nuestro territorio fue publicado en la revista número 7 de Ecoregistros.org (Registros Ecológicos de la Comunidad) por Raúl Spais, bajo el título Presencia del espiguero pardo en Entre Ríos. Entonces, este fogonero principal del Club Amigos de las Aves Silvestres de Entre Ríos, reconoció que el espiguero pardo le jugó a las escondidas más de una década, hasta que lo vio y lo atrapó con su cámara.
Los bioindicadores
Alfredo Berduc rompe el hielo con una expresión de sensatez: “lo que más nos seduce de la naturaleza es que no la podés abarcar”.
Para el biólogo, basta correr un milímetro el ángulo de mira que ya aparecerá otro mundo asombroso, y así. Entonces explica que entre los bioindicadores, las aves son “reflejos del ambiente”. Y se detiene en una decena de ejemplos, con imágenes.
Las aves, dice, interactúan de manera casi infinita con el resto de la fauna y la flora, algunas desde los claros del monte, otras metidas en los matorrales; unas desde las copas de los árboles, otras en las orillas de los arroyos, los pastizales, los bañados, con distintos tipos de alimentos, momentos, costumbres.
Señala al cardenal amarillo como una especie representativa y bioindicadora, por ser un pájaro muy sensible a la pérdida de hábitat, a diferencia, por caso, del hornero, que se adapta a las circunstancias, es más elástico.
Apunta la diferencia de los hábitos del carancho y el taguató, el primero más proclive a los ámbitos abiertos, el segundo más plástico, con un abanico mayor para la comida. El esparvero, dice (un gavilán), es un indicador interesante porque caza adentro del monte y su presencia da idea de una biodiversidad con salud.
Habla de la variedad de aves y las comunidades, y de los distintos modos de agruparlas, desde la mirada del ser humano. Entonces pasa en pantalla una serie de imágenes para señalar cuáles especies ayudan a conocer el estado de la naturaleza. Donde hay biguá y martín pescador, por ejemplo, hay peces. Lo mismo, algunos pájaros carpinteros que habitan en árboles de gran altura porque se alimentan de larvas en sus cortezas, darán una idea de la antigüedad del monte, porque no estarán en un renoval de ejemplares más pequeños. Luego explica los modos de registrar la presencia de especies y la variación en el tiempo a través de transectas y círculos.
El hombre del paraguas
Raúl Spais recibe de entrada alguna broma por su costumbre de andar con aparatos raros grabando trinos en el monte. Entonces abre un portafolio y saca un paraguas pintado a mano, tornasolado, con el que empezó las grabaciones hace un par de décadas.
Desde allí, nos pasea por las distintas especies, los diferentes tipos de trinos, castañeteos, graznidos, cloqueos, llamadas, voces de alerta, melodías para la seducción y estimulación de la pareja, en fin, todo un idioma para cada especie.
También diferencia las aves según sus cantos entre oscines (con una condición heredada pero alta presencia de aprendizaje de los padres y la vecindad), y los suboscines, con canto innato. De estas características se derivan una serie de estudios vinculados a la genética y la cultura, y el propio Spais nos comenta que ha comprobado, por caso, la simplificación de ciertos gorjeos en zonas urbanas, lo que podría adjudicarse a la dificultad de los pichones para escuchar el canto de sus padres y madres en virtud del ruido ambiente.
El estudioso se detiene un rato en los sonogramas, la representación gráfica de los sonidos, para señalar los efectos de los tipos de vocalización. Muestra desde la complejidad notable del canto de la calandria hasta la sencillez del crespín, limitado a un tono y un semitono, o la sincronía del canto a dúo de los horneros. Y da detalles de la producción del sonido en la siringe y las condiciones para la intensidad, el tono, el color, con ejemplos en las aves de la región.
Sus grabaciones y filmaciones, extraordinarias, incluso dentro de un nido de tacuaritas comunes para detectar la evolución del trino de los pichones desde su nacimiento hasta su madurez, día a día. Le agrega algunos documentos que no son propios pero se complementan con filmaciones en infrarrojo y otras ilustraciones: un panorama exquisito de la vida de las aves y sus maneras de interactuar.
Largo sería enumerar el recorrido de Spais y Berduc por las especies y el entramado del paisaje. El lugar resulta incomparable. Por la comunión de temas ambientales, históricos, tradicionales, se ha propuesto allí la creación de un sitio Ramsar bajo el nombre Yjára, guardián de las aguas. Ojalá prospere esta iniciativa vecinal.
Un respiro, unos mates, y a caminar. Entonces lo que decíamos: choca, pitiayumí, tacuarita, zorzal, naranjero, taguató, horneros, unos llamaditos por ahí que no sabemos de dónde y de quién, la tramontana y sus usos medicinales, y la rueda nuestra y la despedida amable con un solo de morajú. Memorable, y qué alegría. Esta es también la educación, es decir: no todo es encierro y fragmentación en el aula.
Gian y Johanna son testigos, como nosotros: lo poco que va quedando del monte es muchísimo, y no por eso nos engaña: en esta década hemos talado en Entre Ríos tanto como 200 parques de estos ¿no? Qué pena.