Mi primer recuerdo es del día que cumplí 3 años.
Los caramelos de la abuela
Yo Cuento por Ricardo Orlando Miranda Renault
24 de junio 2018 · 13:56hs
El destartalado colectivo la dejaba allá abajo, la ruta estaba a unos 200 escarpados metros de nuestra casa. Le costaba subir, se sentó, desató despacio su rodete y con su ajado pañuelo intentó, sin lograrlo del todo, secar el sudor de su frente.
Pidió un vaso de agua que mi madre le alcanzó con pocas ganas.
Abrió su añeja cartera y sacó una bolsita de papel adornada con estrellitas de colores, un beso en la frente y feliz cumpleaños mi nieto.
Con los años me enteré que a todos nos decía, mi nieto, lograba hacernos sentir importantes y únicos.
Mi madre no se llevaba bien con ella.
Es una vieja metida le decía a mi papá, diferencias entre suegra y nuera, motivo por el cual mis padres discutían bastante.
Transcurrieron un par de cumpleaños más y siempre ella con su bolsita de los caramelos más ricos que jamas haya probado, luego dejó de venir.
Se murió tu abuela, ha de estar ardiendo en el infierno, fue lo que me dijeron.
Cuando tenía 10 años acompañé a mi mamá a la ciudad, había ido dos o tres veces en mis pocos años.
Caminamos mucho comprando cosas necesarias para la casa y mis hermanos. De pronto en una esquina vi una figura que me resultó familiar, mi madre notó que mi mirada la seguía y cuando intenté levantar el dedo para señalarla me sacudió del brazo y dimos bruscamente la vuelta, vieja bruja, me pareció escuchar de los labios de mi madre casi en un murmullo.
Tenía 18 años cuando vi a mi padre cubriendo la cara con sus manos sentado debajo del gran olmo que cobijaba con su sombra nuestro humilde hogar.
Me acerqué sin saber muy bien qué hacer o preguntar, un instinto hizo que lo abrazara nada más y su llanto fue casi un gemido de dolor.
"Cambiate hijo, acompañame a la ciudad".
Mi papá miraba a través de los sucios vidrios del mismo destartalado colectivo, su mirada como perdida, quizá buscando recuerdos debajo del velo de sus lágrimas.
La vieja casa seguía como la recordaba desde la única vez que estuve en ella hacía ya muchos años.
La gente se abría respetuosamente, algunos palmeaban a papá diciéndoles cosas por lo bajo que yo no entendía muy bien.
Entramos en una habitación alumbrada únicamente por unas pocas velas y allí estaba ella.
Sus ojos cerrados, su pelo cano como lo recordaba y en los labios un gesto, casi como una sonrisa.
Allí me di cuenta que no recordaba su nombre, hacía tanto tiempo que en casa estaba prohibido nombrarla.
Volvimos al otro día, miré a mi madre sin poder emitir palabra pero ella entendió mi mirada.
Entró en la casa y salió con una caja que en algún tiempo debió ser de un par de zapatos, me la entregó en silencio y se marchó.
Cuando la abrí no pude contener el llanto, varias bolsitas con papel de estrellitas me miraban desde el interior, una por cada cumpleaños que mi abuela no vino, seguramente me los hacía llegar con alguien, mi padre quizás, pero mi mamá cegada por ese egoísmo que a veces tenemos los mayores donde mezclamos nuestras miserias con los sentimientos de nuestros hijos, no me los entregaba.
Hoy grande ya pienso en cuántos caramelos me privó mi madre de disfrutar con mi abuela, cuántos besos en la frente y los mi nieto perdidos.
Todavía guardo las bolsas, sus estrellitas se han borrado casi por completo, dentro de ellas hechos un mazacote, los caramelos de la abuela.
Los saco cada cumpleaños en algún momento a solas, y recuerdo a aquella mujer recién bajada del polvoriento colectivo y subiendo despaciosamente la cuesta, desenroscándose el rodete.
Jamás volví a probar un caramelo.
Te extraño abuela.
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