Los altos emolumentos previos a los altísimos monumentos

Fragmentos de las historias de Evaristo Carriego, Justo José de Urquiza, José Artigas para comprender el decoro de los valores en desuso.
16 de enero 2021 · 19:17hs

El problema con los reconocimientos en vida radica en que uno parece soberbio si los acepta, y soberbio si los rechaza.

Pero claro, una cosa es una mención, otra cosa un monumento. Y aquí va la anécdota que no por conocida pierde vigencia, del día en que Evaristo Carriego se plantó contra un homenaje en vida a Justo José de Urquiza. El ejemplo deja en alto a los dos personajes de nuestra historia y deja mal parados a no pocos políticos del siglo XXI, las y los de hoy.

Dice Beatriz Bosch: “Desde 1862 comienza a observarse cierta inquietud pública. En El Litoral, periódico que sale en Paraná, Evaristo Carriego (1828-1908) promueve un movimiento por el reintegro de la jerarquía de capital a Paraná. Al año siguiente se le suma El Argentino, uno de cuyos redactores es José Hernández. En Gualeguaychú polemizan La Democracia, órgano liberal dirigido por Eulogio Enciso, con El Pueblo Entrerriano, hoja gubernista de Olegario V. Andrade”.

Y luego: “Núcleos disidentes aparecen hacia 1863. Uno gira en Paraná alrededor de Evaristo Carriego, el triunfo de cuya candidatura a diputado es índice de la libertad disfrutada. (Es obvio que esta visión de Bosch no es compartida por otros estudiosos). Otro respondería a López Jordán, a quien los diarios porteños sindican como promotor de un movimiento subversivo… José María Domínguez es electo gobernador por el período 1864-1868… acababa de ser ministro del Organizador (Justo José de Urquiza), por quien manifestaba la más absoluta adhesión”. Eso dice Bosch.

Me ha honrado

El caso es que Domínguez promulga una ley propuesta por los diputados Esteban María Moreno, Ramón Febre y Olegario V. Andrade, que ordena levantar una estatua a Justo José de Urquiza, le acuerda en vida el tratamiento de Excelencia y le da un voto de gracias.

“El proyecto encuentra seria oposición en Evaristo Carriego, actitud que Justo José de Urquiza estima más que la de sus propios adictos”, dice Bosch.

Gianello reitera esa anécdota conocida, y ofrece la explicación de Carriego: “Nosotros vivimos en la misma época y en el mismo país que vive el hombre en favor de quien se ha presentado el proyecto que está en discusión. Esto puede dar lugar a que se dude de nuestra imparcialidad. Esto puede dar motivo para que se suponga que el miedo o la lisonja nos ha inducido a decretar esos honores”.

Justo José de Urquiza conoció la oposición y exclamó –transcribe Gianello-: “Combatiendo Evaristo Carriego ese proyecto me ha honrado. Hay enemigos que hacen más en obsequio de mi dignidad personal, que los que se llaman mis amigos”.

En lenguaje de barrio: chupate esta mandarina.

Recordamos esta anécdota cuando un presidente inauguró un busto de Raúl Alfonsín en presencia de Alfonsín, y si bien es cierto que el hombre de Chascomús ya estaba medio viejo y alejado (un político nunca lo está del todo), hizo ruido la aceptación del halago. ¿Un busto cuando todavía estamos de cuerpo entero?

¿Cuál es la intención del que erige un busto en honor de alguien? ¿Tal vez absorber algo de su prestigio? Puede ser, pero no necesariamente. Ahora: qué actitud la de Evaristo Carriego, y qué respuesta la de Justo José de Urquiza, frente a tantos dirigentes actuales tan preocupados en broncearse (léase en sus varias acepciones).

Los suelditos

Ahora vayamos al testimonio de José Artigas ante los dirigentes que no ven virtudes en la decencia y la austeridad.

Los negocios de Mauricio Macri con su familia en plena gestión presidencial, y lo mismo los de Cristina Fernández de Kirchner y sus ingresos millonarios actuales sacados de las arcas del Estado, están en las antípodas de aquel testimonio.

El cura Dámaso Antonio Larrañaga visitó a José Artigas en su apogeo, en junio de 1815, en su cuartel general de Paysandú. Faltaban días para el independentista Congreso de Oriente, un eslabón en la cadena independentista que se manifestó con fuerza dos años antes en las conocidas Instrucciones. Y faltaban pocos meses para la difusión del Reglamento de tierras, reforma agraria jamás igualada.

Antes, José Artigas había enarbolado la bandera en homenaje a la sangre derramada por la libertad y la independencia; y un año atrás se había salvado de la muerte gracias a la valentía de entrerrianos y orientales que resistieron una invasión en la Batalla del Espinillo, cerca de Paraná, en 22 de febrero de 1814.

Ese era el clima de emancipación que vivíamos.

Entonces, aquí la actitud que encontró Larrañaga en el jefe revolucionario: “Nos recibió sin la menor etiqueta. En nada parecía un general: su traje era de paisano, y muy sencillo”.

Y luego: “Acabada la cena nos fuimos a dormir y me cede el General, no sólo su catre de cuero sino también su cuarto, y se retiró a un rancho. No oyó mis excusas, desatendió mi resistencia, y no hubo forma de hacerlo ceder en este punto”.

Habían cenado un guiso con un poco de vino “servido en una taza por falta de vasos de vidrio”. ¿Conocerán estos gestos, o más que gestos, estas convicciones, los embajadores poco austeros, los presidentes que parecen miembros de monarquías?

Otro testigo

El escocés Juan Parish Robertson visitó a José Artigas en Purificación en ese tiempo y comentó: “¿Qué creéis que vi? ¡Pues, al Excelentísimo Protector de la mitad del Nuevo Mundo sentado en un cráneo de novillo, junto al fogón encendido en el piso del rancho, comiendo carne de un asador y bebiendo ginebra en guampa!”, mientras “dictaba a dos secretarios que ocupaban junto a una mesa de pino las dos únicas desvencijadas sillas con asiento de paja que había en la choza”.

En esas condiciones daban batalla los patriotas contra colonialistas españoles y portugueses, y lo más granado del colonialismo interno cultivado en Buenos Aires.

Antonio Díaz cuestionó a José Artigas, en unas discusiones públicas. Dijo en ellas: “José Artigas no era educado, ni tenía motivos para serlo. Decía dotor, urupeo, escuéndase, traiba, caiba, ápota, por déspota y otras palabras por el estilo”.

“Todos los actos de la vida de este hombre, aún en sus más insignificantes manifestaciones, estaban sujetos a un estudio y sistema adecuados a las costumbres de que se rodeaba”.

“En vez de imprimir hábitos tomaba los ajenos. Véase un ejemplo –insistió Díaz-: estaba comiendo con algunos jefes de sus divisiones, y otras personas que acababan de llegar de Buenos Aires. En todo había guardado una actitud relativamente decente, hasta que se le anuncia la llegada de un paisano que desea hablarle. Hágalo dentrar, dijo. Apenas es introducido el campesino, Artigas se vuelve en su asiento de espaldas a la mesa, cruza las piernas y abandonando toda actitud de compostura, toma la carne con la mano izquierda y con el cuchillo en la otra, empieza a comer cortando la carne ya tomada con los dientes, y entabla su conversación con el paisano, produciéndose en un lenguaje que no había usado momentos antes”.

José Artigas lo hizo entrar. Los dirigentes actuales le hubieran hecho pasar 10 coladores con todas las molestias propias de la burocracia, y hubieran preguntado antes si traía problemas, para no atenderlo, como ocurre en el aquí y en el ahora. Sí: eso ocurre.

José Artigas (y era Artigas) lo escuchó con sencillez, lo hizo sentir cómodo. Su vida austera echa por tierra las argucias de quienes piensan que los presidentes, gobernadores, legisladores, jueces, ministros, etc., tienen que recibir altísimos emolumentos antes de subirse a altísimos monumentos.

Privilegiados

Hace un tiempo alguien sostuvo que ciertos jubilados recibían montos astronómicos pero no debían considerarse jubilaciones de privilegio porque ya habían aportado en vida al sistema, con sueldos altísimos. Sin advertir, ese alguien, que ya los sueldos altísimos eran privilegios.

Estudiosos y estudiosas de Entre Ríos argumentaron hace tres años que los mayores sueldos que paga el Estado en todos los órdenes no debieran sumar más que dos o tres sueldos mínimos. Así, como se lee. Hoy existen funcionarios que cobran más de 50 y más de 80 mínimos, en el mismo instante en que la sociedad soporta pandemia, desocupación, aislamiento; y cuando más de la mitad de todos los niños del país vive por debajo de la línea de pobreza.

La casta política (y en ella la de los jueces) ha naturalizado las arbitrariedades. No le vendría mal a esta gente poner los pies en el barro.

Doctores, excelencias, senadores mandato cumplido… Todas prerrogativas para el pretendido ascenso.

Cuando el gran oriental Atanasio Duarte brindó por los honores de Cornelio Saavedra y su esposa Saturnina Otárola y los postuló al reino, Mariano Moreno pidió su cabeza y redactó un decreto para suprimir honores. Norma que el propio Saavedra firmó. Finalmente, con la excusa de que estaba pasado de copas, no lo mataron pero sí lo desterraron. El documento decía que el pueblo no tiene luces para distinguir las cosas, y por eso Atanasio confundía inciensos con autoridad…

¿Es el pueblo el que confunde? Los historiadores José María y Eduardo Rosa consideran que Atanasio fue el precursor de la independencia porque desconoció antes que nadie al rey de España, y que a los Moreno no les convenía que un subordinado gritara al viento lo que debía decirse en voz baja, es decir: en ese momento los revolucionarios aún se decían fieles al rey Fernando.

Y bien: hoy se toma aquel decreto como un principio democrático de supresión de honores, pero el documento tenía pocas virtudes. Penaba al frontal, al decente, al que hablaba sin dobles discursos, al que se animaba. Por otro lado, entonces no previeron que los encumbrados encontrarían modos variados de recibir tratos honoríficos y privilegios de todo tipo. Para diferenciarse de la plebe y hacernos creer que por ese trato merecen 80 sueldos.

Y claro: subidos a sus tronitos pretenden coronitas.

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