Graciela y Nelson pasaban horas jugando en el patio lleno de macetas de Doña Meneca, la vecina a la que las madres de ambos iban a visitar casi a diario, pues se había quedado viuda y los hijos vivían en otra ciudad.
Graciela y Nelson
Gracielita era casi un año mayor que él, pero no le importaba: estaba segura de que cuando crecieran se casarían y tendrían hijitos que también irían a jugar a la mancha en el patio de Doña Meneca. Cuando ella le contó sus planes, Nelson hizo una mueca de asco, pero luego accedió con la condición de que uno de sus hijos se llame Trinity, en honor a su héroe de los westerns. Aunque la idea no le convencía, decidió aceptar y así se comprometieron.
Pero fueron creciendo y alejándose cada vez más, si bien se cruzaban de vez en cuando. Fueron pasando los años, que luego se acumularon en décadas, y ambos olvidaron por completo las promesas y los juegos de la infancia. Ambos hicieron sus respectivas carreras y se casaron, los dos sufrieron los embates de la vida y disfrutaron también de las alegrías que a veces trae el destino.
Pero el reencuentro de estos dos se dio cuando ambos atravesaban momentos difíciles. Ella se había terminado de divorciar, había puesto fin a un matrimonio signado por el maltrato psicológico. Él había quedado viudo, luego de que su esposa luchara durante años una batalla feroz contra el cáncer. Graciela estaba triste, pero aliviada; Nelson estaba destrozado.
A través de su madre, Graciela se enteró de lo que había acontecido recientemente en la vida de su amigo de la infancia, por lo que decidió enviarle un mensaje de texto para expresarle sus condolencias y acompañarlo en su dolor. “Gracias por tus palabras Grace. Es lindo saber de vos. Gracias, de verdad”, respondió él.
Así comenzó un intercambio periódico, casi diario de mensajes, para saber cómo estaba cada cual. Un mensaje de buenos días, un comentario sobre algo que les había pasado en sus respectivos trabajos, y así siguieron, hasta que –sin nerviosismos ni preámbulos– él la invitó a cenar para ponerse al día.
Habían pasado años desde la última vez que se habían visto, por lo menos diez. Y tres meses desde que habían retomado el contacto vía SMS. Así que ambos estaban ansiosos y se arreglaron con sus mejores pilchas, para causar una buena segunda impresión. Cuando ella llegó al restó pactado, él ya la estaba esperando en una mesa junto a la ventana. A ambos les gustó lo que vieron.
La noche se les escurrió como arena entre los dedos, recordando los viejos tiempos, el patio de Meneca, los juegos de indios y vaqueros, y el recuerdo de Trinity, el hijo que nunca tuvieron juntos. Pasada la medianoche, él la llevó hasta su casa y quedaron en repetir la velada.
Las cenas fueron esporádicas, Graciela respetaba los tiempos de él, pues hacía menos de un año que había perdido a su esposa. Pero los encuentros después se convirtieron en tardes de paseo en el parque, domingos en la aldea, y hasta conciertos: ella cantaba en un coro y él no se perdía ninguna de las presentaciones.
Cuando decidieron que era el momento indicado, ambos se presentaron ante sus respectivos hijos. Les pareció que el cumpleaños de 70 de la mamá de Graciela era una buena ocasión, ya que él era conocido de la familia de ella y las cosas fluirían con más naturalidad así. No se equivocaron, él llegó a la fiesta acompañado de su hija, que en ese entonces tenía 12 y la nena fue recibida enseguida por la hija mayor de Grace, de 13. Promediando la velada, Nelson ya se había convertido en el alma de la fiesta, animándose al karaoke y charlando con todas las tías de Grace, a las que conocía de toda la vida.
Después de tres años y de superar varios altibajos, decidieron que era hora de dar un paso más y se mudaron juntos. Ella con sus dos hijos, él con su hija. Al principio, la cosa no fue fácil –en especial, por las trabas que ponía el exmarido de Graciela–, pero todos se fueron adaptando y con el tiempo lograron consolidar una gran familia ensamblada.
Los chicos ya dejaron el nido para emprender sus carreras universitarias en Córdoba y Rosario. Pero el nido no quedó del todo vacío, pues llegó Trinity: él ya es parte de la familia, tiene cinco años, cuatro patas y un pelaje blanco y negro sedoso, típico de un border collie.
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