El amor es el único dolor que nutre

"...En las cosas que la gente hace, decide, construye. Siendo de un país atado con alambre, me resulta un poco difícil..."
23 de julio 2019 · 12:09hs

Tenía que ser un día tranquilo. Para vivir tranquilo hay que tener confianza, básicamente, en la gente. En las cosas que la gente hace, decide, construye. Siendo de un país atado con alambre, me resulta un poco difícil. Lo mismo le pasa a Gustavo, un amigo paranaense que vive acá en Milán.

Cuando algo funciona, nos sorprende, nos parece que debe haber sido un golpe de suerte. Si llega a funcionar dos veces, cosa de mandinga, el estupor se renueva y crece. Me pasa con los ascensores. Vivo en el quinto piso de un edificio construido antes de que Otis instalara el primer ascensor con freno de seguridad, en 1857. Así que el ascensor no fue proyectado con el edificio, sino instalado después, en el túnel imaginario formado por la escalera que va subiendo contra las paredes. Parece una caja de fósforos enclenque, levantada con una soga por algún gigante mal dormido, y siempre, cuando para un poco bruscamente en el quinto piso, pienso que es un pequeño milagro haber llegado a destino. Me parece increíble que las puertas corredizas automáticas se abran y cierren todos los días, día tras día, sin apretar gente. Lo cual también delata la falta de sentido del humor de las puertas automáticas. Me resulta increíble que a los dentistas no se les caigan cosas todo el tiempo en la garganta de la gente, que estén de pie los postes, las casas, los edificios, que las sillas sostengan nuestro peso. Me resulta inverosímil que una máquina pueda embocar la tuerca en un tornillo y enroscarla, no una, sino miles de veces al día, como sucede en las fábricas. Ese día estábamos de vacaciones y mis hijas iban a hacer dos inmersiones para completar el curso de buceo, y obtener así el carnet que les permitirá hacer inmersiones de hasta doce metros. Los del centro de inmersiones son amigos nuestros, conocidos de hace veinte años, expertos lobos de mar. Nos levantamos temprano y vamos a puerto de Teulada, donde nos espera el gomón con la tripulación y los demás buceadores.

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Mi hija mas pequeña y yo íbamos solo a acompañar y mirar pececitos en aguas cristalinas. Bueno, la verdad: ella mira pececitos, yo no.

Yo no hago inmersiones. Ni siquiera me pongo la máscara para nadar. Soy del río Paraná por parte de padre y del río Uruguay por parte madre: no estoy acostumbrada a la visual que regalan las aguas cristalinas del Mediterráneo. Un mar transparente que coquetea con todos las tonalidades de azules y turquesas, donde si te mirás esperando verte reflejado como Narciso, te encontrás con que, menos la cara, te ves hasta los pies, flotando como una rana gigante. Un antídoto contra cualquier veleidad vanidosa. La primera vez que nadé en este mar fue hace quince años. Primer viaje de novios con el socio a la parte más salvaje de la isla. Las dunas detrás de la playa, no había viento y el mar parecía una piscina. Me pongo la máscara y vamos al agua. Habíamos nadado veinte metros hacia adentro cuando veo en el fondo, sobre la arena, pescados. Lenguados y rayas corrían carreras en el fondo. Y claro, me dirán ustedes, qué esperabas ver, ¿caramelos? Volví nadando a toda velocidad a la costa. Yo esperaba ver NADA. No todos queremos verlo todo. Estoy muy en paz con todos los fenómenos naturales y los accidentes geográficos, animales y humanos que nunca conoceré. Prefiero leerlos, que me los cuenten, llenos de mentiras, agigantados como los pescados en los cuentos de los pescadores. Volviendo al gomón, todo muy lindo. Pero a mí me tocaba confiar en múltiples sistemas, naturales y artificiales. Tenía que confiar en el tiempo, en el gomón, en el conductor, en los tubos de oxígeno y el sistema que permite respirar bajo el agua. Tenía que confiar en la tranquilidad de mis hijas y en la seriedad del instructor. Para la gente como yo, a seguro se lo llevaron preso. Que nos digan que en el Mediterráneo no hay tiburones es como que me digan que en el Paraná no hay ballenas o que en Milán, donde vivo, no puede haber terremotos, como me contestó mi marido a las cuatro de la mañana mientras nos temblaba la cama. Hay quienes se aferran a los enunciados generales, y quienes nos concentramos en las excepciones. Cuando estoy tan acorralada por las circunstancias, de controladora paso a ser fatalista y abrazo las teorías que nos ponen como simples monigotes de una voluntad superior. Hijos del destino.

Cuando no puedo más de calcular las probabilidades, de anticipar posibles pequeñas o grandes tragedias, me hago fatalista y me relajo. Ese día había viento. Poco. Para cuando habían terminado las dos inmersiones y nos preparábamos para volver al puerto, el viento se había alzado. Es el viento más temido en el Mediterráneo, el Maestrale o Mistral, que viene del noroeste. Nos sentamos en la popa los tres chicos más grandes –dos mías y el hijo del capitán– y yo con la más chica en brazos, y a seguir todas las demás personas. El gomón arrancó enfrentado las olas, nos empezamos a mojar, nos teníamos con fuerza. Los chicos se divertían. Yo no. Yo sentía miedo. Terror. Terror de que se diera vuelta con los chicos arriba. Pensaba qué hacer en ese caso. Me maldije por haber ido, por haber confiado en todos los supuestos conocedores de un mundo que no me pertenece. El tiempo del terror no tiene medida. No existen los segundos, ni los minutos, es un tiempo que estalla en las venas. Teniéndome fuerte con una mano a la soga del gomón y con la otra teniendo fuerte a mi hija para que no volara cuando golpeábamos contra las olas, pensé en todas las madres que suben a los gomones sobrecargados que parten desde Libia para terminar a la deriva, esperando que alguien los salve antes de que el fondo de la balsa se desprenda y los lleve en un viaje sin retorno. No sé después de cuánto tiempo el capitán decidió bajarnos en una playa desde donde podíamos llegar caminando a la casa donde estábamos parando. El gomón entró en la bahía, las olas eran más chicas y a unos diez metros de la orilla nos tiramos al agua, los tres chicos, yo, y por último mi pequeña, y volvimos nadando a la tierra firme, donde el viento solo te despeina.

Hace un tiempo estábamos en Paraná, y mi hija que tenía 3 años se quedó parada, atónita en la galería, con una mano entre el pecho y la panza. Me acerqué y la miré, ¿qué te pasa?, le pregunté. Me miró conmovida y me dijo “Me late un corazón” y me dieron ganas de llorar. Yo no confío en nada y ellas confían en nosotros, como si fuéramos el destino omnipotente de los fatalistas. Como quien renueva sus votos, después de este viaje en gomón, que el capitán hasta hoy define seguro (y seguro, ya sabemos como termina) renové la certeza de que lo único que me importa es ese milagro que late bajo esas manos chiquitas, en algún punto entre el pecho y la panza. El primer sonido que escuché de ellas, músculo sorprendente, bomba que por una arteria ama y por la otra sufre y así se fortalece, porque como dijo mi amiga Francesca: el amor es el único dolor que nutre.

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