Carlos Matteoda / De la Redacción de UNO
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Una deuda con la democracia
“¿Se mató o lo mataron?”. La pregunta estaba en boca de todos hasta hace un par de días. El fiscal de la causa AMIA había aparecido con un tiro en la cabeza y la mayoría de la gente descreía de la versión del suicidio. Hoy la mayoría cree que lo mataron, desde la Presidenta para abajo.
La duda parece justificada, no solo por los datos de este caso; sino por toda una historia de muertes dudosas.
Conocida la noticia de la muerte de Natalio Alberto Nisman, recordé primero el caso del empresario Alfredo Yabrán, por cercanía geográfica y temporal. Todavía hoy muchos no creen en su muerte, pareciera que cuesta pensar en el deceso de los poderosos; y muchos otros, no creen que se haya suicidado, sino que suponen que lo mataron.
La historia está llena de casos. El 9 de abril de 1953 se supo de la muerte de Juan Duarte, hermano de Evita y exsecretario del presidente Juan Domingo Perón. La versión oficial fue el suicidio, pero mucha gente pensó que lo habían matado, al punto que esa fue una de las razones que “justificaron” la revolución fusiladora del 55. Una comisión investigadora del gobierno de la dictadura, en 1956, sostuvo que todo lo que se había dicho era falso, que no se había matado con un 38 Smith y Wesson sino que le habían disparado con una 45 a más 20 centímetros de distancia , para ocultar actos de corrupción. Con Frondizi, la Justicia lo recaratuló suicidio, pero quedaron las dudas.
El ministro de Defensa de Alfonsín Roque Carranza murió a raíz de un paro cardíaco el 8 de febrero de 1986 mientras nadaba en una pileta en Campo de Mayo. Se publicó en algunos medios que tenía un disparo en la frente.
El 13 de febrero de 1989 murió el comisario Juan Pirker, jefe de la Policía Federal. Sufrió, se dijo, un severo ataque de asma estando en su despacho. Nadie lo asistió. Sectores de la fuerza habían quedado molestos por su impronta democrática y por su accionar en dos hechos puntuales: el esclarecimiento del secuestro del empresario Osvaldo Sivak y su actitud crítica frente a la represión de los integrantes del Movimiento Todos por la Patria tras la toma del cuartel de La Tablada el 23 de enero de 1989.
El 13 de diciembre de 1990 hubo otro caso muy oscuro: el suicidio del brigadier (R) Rodolfo Echegoyen, hallado con un tiro en la cabeza y un 38 Smith y Wesson pendiendo de su mano. El militar investigaba actos de corrupción en la Dirección General de Aduana.
Luego, el suicidio de Yabrán, el 20 de mayo de 1998, mencionado más arriba. El larroquense se sacó media cabeza de un escopetazo y se dudaba incluso si había accionado el gatillo con la mano o el pie, o con la mano de otro. Antes había ocurrido un accidente que hoy se investiga como homicidio, nada más ni nada menos que el que le costó la vida al hijo del entonces presidente Carlos Menem, cuyo helicóptero fue baleado en pleno vuelo el 15 de marzo de 1995, de acuerdo a testimonios incorporados a la causa a instancias de su madre Zulema Yoma.
El capitán de navío Horacio Estrada, represor de la ESMA e imputado en la venta ilegal de armas a Ecuador, apareció suicidado en 1997. Era diestro, pero se pegó un tiro en la nuca con la mano izquierda. Marcelo Cattaneo, involucrado en los sobornos de Banco Nación con IBM, apareció ahorcado en 1998 con un recorte periodístico en la boca sobre el caso judicial.
Los casos son muchos, Lourdes Di Natale, exsecretaria de Emir Yoma, con cuyo testimonio se produjeron condenas por la voladura de Río Tercero, cayó al vacío en un edificio donde vivía y la causa se caratuló suicidio. Tres años después se supo que para acceder al ventiluz por el que supuestamente se tiró necesitaba de la “ayuda” de otros. Además, tenía un tenor alcohólico en la sangre que no le hubiera permitido siquiera caminar, y menos aún trepar a ese lugar. Di Natale no tomaba alcohol y en el departamento no se halló ninguna bebida.
¿Cómo no dudar entonces de la muerte de Nisman, si estamos históricamente entrenados en la sospecha? ¿Cómo no pensar que hubo otra cosa si lo mismo ocurrió en tantas muertes de alto impacto social y político? Y ¿cómo no descreer de la posibilidad de conocer la verdad, si tantos casos han ocurrido sin que llegaran nunca a esclarecerse?
Muchos creemos que en el país hay un poder (más o menos) oculto capaz de matar a gente poderosa o a personas que tienen una importantísima visibilidad social, política, económica. Un poder que la dirigencia política no ha querido desarticular, tal vez porque en general le resulta beneficioso, en algún momento, hasta que ya no puede controlarlo. Un poder que no tiene nada que ver con la forma de vida que decimos defender y cuyo accionar constituye una deuda con la democracia.