Paula Eder/ De la Redacción de UNO
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La vida color naranja
Mis viejos se conocieron jugando al sóftbol en la cancha del barrio Rocamora mucho antes de que le plantaran encima un monstruoso monoblock anaranjado. Se podría decir que jugué a ese deporte aún antes de desarrollar del todo mis órganos vitales porque mi vieja jugó el campeonato argentino del 85 conmigo en la panza. Más tarde, ya con forma humana, mi papá me sentaba adentro de su bolso y así me llevaba hasta el Estadio, donde seguramente habré dado alguno de mis primeros pasos.
El potencial poético de este relato se caerá pedazos en esta misma línea cuando les cuente que, a pesar de todo eso, jamás conocí a alguien que jugara peor que yo.
Qué cosa más fea verme pasar el bate, siempre en falso y toda floja, como cajonera desvencijada olvidada en la caja de bateo. Me daba una fiaca infinita agacharme a levantar rollings, y a las pelotas de aire renunciaba de antemano, más que anda por falta de garantías. Siempre me pareció una locura ponerse debajo de algo que se estaba cayendo a esa velocidad, en qué cabeza cabe.
Durante alguna época me tocó cuidar del jardín central; para entonces yo había desarrollado algunas técnicas siempre más enfocadas a la supervivencia que a hacerle daño al rival, claro. Así, cada vez que oía el sonido del batazo y mi nombre en el aire como un lamento, yo cerraba los ojos, agachaba la cabeza y ponía mi guante en alto; y así avanzaba, como un zombie desorientado. Las pelotas llovían como misiles a mi alrededor, y otras me pasaban por al lado como ardillas burlándose de la genética, y de mi padre, que se agarraba la cabeza del otro lado del alambrado.
Como era de esperar, pasado un tiempo dejé de perjudicar planteles. A mí me tocó vestir la de Patronato, pero bien podría haber sido otra porque en el sóftbol la camiseta es una excusa que nunca será más grande que el amor por el juego en sí mismo.
Y es imposible practicar un deporte amateur sin ese tipo de amor. Ningún deportista amateur entrena bajo la lluvia con la ambición de ser millonario; el sueño del softbolista tiene más que ver con tirarla por encima de los pinos y luego ser llevado en andas por los amigos de toda la vida, que con aparecer en un comercial de champú hablando del flagelo de la caspa.
En estos días tan raros,de resaca nacionalista posmundial de fútbol, parece necesario recordar que el compromiso, la solidaridad, el honor, la lealtad y demás valores epopéyicos no fueron inventados por Javier Mascherano hace dos semanas. El deporte profesional por su masividad tiene la posibilidad de promover ciertos principios y llegar con ese mensaje a cada rincón del mundo; pero hay un universo paralelo (y siempre a la sombra) donde se hace con esos valores lo único moralmente válido: practicarlos.
El sóftbol argentino históricamente ha sumado año a año al medallero nacional; tenemos algunos de los mejores jugadores del mundo y la mayoría de ellos se han formado en diamantes paranaenses. Incluso a mí, un ser totalmente inhabilitado para cualquier destreza deportiva, el crecer rodeada de esta gente tapada en polvo de ladrillo me enseñó casi todo lo importante de la vida y probablemente esos valores, plasmados dentro y fuera de la cancha, sean base más sólida para los posteriores logros deportivos.
Mañana vuelve al país la Selección Argentina Juvenil de Sóftbol integrada por 13 entrerrianos y conducida por el paranaense Julio Gamarci. Si los ven, salúdenlos: son bicampeones del mundo.