La tumba equivocada

10 de febrero 2016 · 06:45hs
Gustavo Fernández / Especial para UNO
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Allí donde el río Paraná despierta de su letargo mesopotámico y enfrenta curvas acentuadas y retorcidas, se recuestan las pinceladas finales de un monte achaparrado, espinoso, donde las matas infranqueables obligan a largos rodeos a quien deambule por sus olvidados caminos polvorientos, la oleada inmigratoria de fines del siglo XIX supo traer civilización y progreso pero también sombras: comunidades que medraron durante décadas aisladas del mundo, empecinadas en conservar no sólo sus costumbres de Europa oriental sino también sus dialectos. Cierto difuso sentimiento de superioridad racial desmentido por fanatismos religiosos y desconfianza instalada hacia los forasteros, reforzados por numerosos matrimonios endogámicos. Y también, creencias y prácticas de las que no se habla, sólo susurradas por las ancianas al caer el sol para apurar el rápido regreso a casa de mozalbetes desobedientes.

El monte, que desalojado a fuerza de maquinarias y sudor para liberar el campo feraz a la ocasión de la siembra, regresa vengativo cuando la indolencia domina a los mayores que no se desarraigan del terruño aunque la Parca camine en sus horizontes; los jóvenes, hace tiempo que han migrado. Y las pequeñas aldeas, lentamente ahogadas por el avance de rastreros espinillos, se encierran en sí mismas y medran alimentando recuerdos de un tiempo que alguna vez prometió ser fértil como ese campo.

En ese ambiente de decadencia y soledad, muere todos los días, un poco más, Villa Khölbe. Un caserío olvidado hasta de los mapas donde las pesadillas no se sueñan: se relatan en voz baja. Como la vieja historia de su sepulturero de cuyo fin –que nadie presenció- solo hay suposiciones, quizás agigantadas –quizás no- de generación en generación.

Nunca sabría cómo habría ocurrido. Dos minutos antes, Esteban echaba las últimas paladas de tierra sobre el féretro recién sepultado en ese provinciano y ahora, en el tardío crepúsculo, desierto cementerio. Luego un ruido ahogado, una polvareda y el piso que cedía. Manotazos en la oscuridad y el cuerpo de Esteban se desliza por un ignoto pasadizo, de no más de cuarenta centímetros de altura, pero en la dirección equivocada, alejándose, en el espanto, de la boca sobre la cual el sol agonizante proyecta sombras cada vez más largas….

Esteban pensó, cuando después de algunos metros desembocó en una amplia oquedad, que pronto iba a salir de allí. Se detuvo, se incorporó resollando para descubrir angustiado que de la cámara se abría un verdadero laberinto de pasadizos. Intentó en uno, en dos, en tres, pero todos se perdían en las profundidades. Decidió volver, entonces, sobre sus pasos. Pero descubrió, demasiado tarde, que había extraviado el camino. Recordó entonces esos relatos de su infancia, de los ancianos que jamás hablaron español y solo sus dialectos traídos del otro lado del océano, y de los cuales el resto de la comunidad se apartaba, a su paso, con reverencial temor. Relatos que hablaban de simientes perversas sembradas bajo tierra, que se multiplicaban obedientes a las voces de mando de los viejos. Y que cuando éstos, uno a uno, fueron muriendo, la ansiedad de suponer que esa prole quedara librada a su albedrío.

Definitivamente asustado, el neófito sepulturero comenzó a excavar frenéticamente con las manos, con los pies, hacia arriba, hacia los costados, buscando escapar de la trampa. Pero solo continuaba siendo parcialmente cubierto por gigantescos terrones de tierra y huesos amarillentos. De pronto se detuvo. Desde el fondo de un corredor, precisamente el más amplio, llegó el sonido inconfundible de algo, o algunos, que corrían. Se hizo más fuerte. Y, repentinamente, la oscuridad se pobló de multitud de ojos sanguinolentos y fosforescentes que se acercaban

Comprendió que tenía que mirar. Lentamente, giró la cabeza hacia atrás y la dejó petrificada en un grito de horror. Porque los siete sellos del infierno se habían roto. Los antiguos demonios, los horrores cósmicos, protohumanos noctilucentes y carnívoros, decenas de íncubos y súcubos sedientos de sangre, respondían a la llamada de alimento y buscaban la superficie de la tierra, escapando de sus milenarias prisiones, para tomarla por asalto. Y Esteban comprendió, con la clarividencia que da el último instante mientras el cuerpo es desgarrado, devorado, que su único error fue estar en el momento justo en un lugar equivocado.
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