Carlos Saboldelli/Especial para UNO
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Jesús, ese maldito avispón verde y un rasgo de Cortázar
El festival de boxeo del club Ministerio de la noche del sábado de febrero promediaba. Pasaron los más pesados, los más ágiles y también una gráciles damas que no pudieron y (creo con certeza) tampoco quisieron soslayar una femineidad de nereidas sobre ese ring de madera.
Una de ellas, ataviada con brillantinas y de pelo trenzado, no dejaba de implorar al cielo, cada round y cada inicio como si la invocación de sus rezos fueran a ser traducidos en plegarias de puños. Pero esa es otra historia.
Había ganado Jairo Suárez (el Golem del Puerto) en la cuarta pelea, desfigurando a un muchacho que le opuso vigor y un sazonamiento de box. Fue insuficiente, cuando a los 51 segundos del tercer round Suárez le rompió la nariz y el médico no autorizó la continuidad del combate.
Jairo Suárez, vivado como un gladiador victorioso, saludaba puños en alto mostrando (en un gesto de ruda fiereza) su protector rojo al cual mordía como si padeciera una descarga eléctrica.
Y en el segundo combate, un silencioso púgil de apellido Cardozo (pupilo también de Roque Romero Gastaldo) se desplazaba por el cuadrilátero con un pantalón brillante oro y carmín, con un increíble paso de amenazante guardia baja y una mirada de fiera agresiva. Él también ganó, por puntos.
Pero en la séptima pelea, de hasta 54 kilos y en cuatro contiendas de dos minutos por uno de descanso, anunciaron a Jesús Simian (apelado El Maldito) contra Ramón Barrios. Roque Romero Gastaldo tomó a su pupilo Jesús de la cabeza mientras delegaba en él consejos y conocimientos que solo ellos podían comprender. Tomó sus puños que lucían unos guantes amarillos y agitó sus manos. Un campanazo audible despertó los segundos aquellos, dejando por detrás de las sogas las indicaciones, un balde con agua y un banquito. Ahora estaban solos allí, Simian y Barrios. Quién sabe si estilos distintos significará formas de vida diferentes, pero lo cierto es que esa campanada pareció liberar una sucesión inacabable de energía descomunal en aquel hombre que brincaba como un avispón exaltado y poderoso. Barrios le oponía rudimentos y argumentos propios del estilo, pero ese maldito que vestía los colores verdes del club en sus pantalones y un tatuaje en letra gótica con su sobrenombre en el pecho, saltaba como una langosta y pegaba como un torpedo. Barrios resistió con gallardía el primer round. El Maldito resoplaba mostrando el protector bucal buscando más aire pero sin cesar en ese atronador sinfín de trompadas.
Derecha, derecha, derecha, izquierda. Arriba, abajo, gancho, gancho. Arriba otra vez, y otra, y más de muchas veces. Nunca descansó, siquiera se sentó en el minuto de descanso, tensionado y nervioso en el rincón, aún saltando y la guardia lista. La campana del segundo round volvió a liberarlo, mientras Barrios intentaba cuidar su parte superior de la presunción de trompadas inevitables. Ese Maldito dio un paso atrás, milimetró el directo, fijó la mira y disparó. En apenas milésimas de un segundo Barrios no pudo controlar sus manos, quedó sin guardia, perdió la noción del espacio, habrase nublado su visión. Y entonces una lona endurecida que oficiaba de piso lo recepcionó tan desvanecido como vencido. En medio de ese trajín desde su rincón se percataron de su estado, lo suficiente para que la toalla volara sobre el ring, presumiendo el definitivo estado de abandono.
Volvieron los sentidos a muchos, equilibrando adrenalina y transpiración. El propio Maldito se acercó a Barrios y lo acompañó hasta que este se pudo erguir. Juntos sellaron una foto y un abrazo. Ya la campana sonaba de nuevo.
Por unos instantes melancólicos, en el gimnasio de chapas verdes y blancas del Club Ministerio y en el calor de febrero, mientras hombres y mujeres trataban de engalanar enjundia y valor, sobrevolaron allí por algunos segundos pluma y prosa de Julio Cortázar, escritor argentino.
Porque hace mucho tiempo ya que, en un cuento breve, relatara sobre momentos de la vida y la muerte de un personaje de la historia del boxeo argentino: Justo El Torito de Mataderos Suárez. No vale la pena ahora hablar del Torito, pero sí recordar a Cortázar, cuando recordaba que aquel bravo peso liviano a quien le habían dedicado la música y letra de un tango pensaba esto: “Vos sabés que me habían hecho un tango y todo. Todavía me acuerdo un cacho, de Mataderos al centro y del centro a Nueva York. Me lo cantaban por todos lados, en los asados, en la radio. Era lindo oírse en la radio, che, la vieja me escuchaba todas las peleas”. Y con eso, se gratificaba a diario.
La verdad desconozco cuáles habrán sido los premios, medallas o bolsas que pudieran percibir estos boxeadores. Pero sí espero que sobre todas las cosas, aquel gran premio que imaginó Julio Cortázar haya sido distinguido por todos y para cada uno de ellos. Ahora y siempre.