“Hace mucho tiempo que el problema es la infraestructura”

Mirta Vega, presidenta de Fundneo. Padre ausente. Un encuentro sanador. Hija prematura y solidaridad. Hospital enfermo.
7 de diciembre 2014 · 07:00hs

Julio Vallana/De la Redacción de UNO

 

Entre las distintas entidades que colaboran en la optimización del servicio que brinda el Hospital Materno Infantil San Roque, Fundneo tiene a cargo la residencia para madres que llegan desde distintos lugares de la provincia, con lo cual cubre las necesidades que puedan surgir hasta que el bebé se recupera. Mirta Vega es su presidenta, profundizó sobre la motivación de su acción solidaria y se refirió a realidades invisibilizadas y alejadas de la agenda política.

Trauma familiar
—¿Dónde nació?
—En Paraná,  en la zona de Almirante Brown, donde estaba mi familia materna y paterna. Estuve muy poquito allí y nos trasladamos a calle Montevideo, hasta los seis o siete años.
—¿Qué recuerda del lugar?
—Recuerdo pocos vecinos porque era chiquita. Había una situación familiar traumática porque mis padres se separaron cuando yo tenía tres años. Cuando se hizo la separación de bienes nos fuimos a vivir con abuelos a la zona de avenida Almafuerte y Fray Mocho, donde vivimos bastante tiempo. Murió mi abuela y tuvimos que dejar la casa… y así estuvimos bastante tiempo hasta que comencé a trabajar en una distribuidora mayorista de cigarrillos a los 17 años, cuando terminé la secundaria. Trabajaba medio día, salía, iba al Profesorado de Matemáticas, volvía y preparaba alumnos, de los cuales llegué a tener 30. Comencé Bioquímica en Santa Fe pero no podía ir a los trabajos prácticos porque trabajaba.
—¿Cuál es el lugar que más recuerda de la infancia?
—La casa de calle Fray Mocho, donde iba a la escuela… Magnasco. Era bastante histriónica y me ponían en las fiestas y actos. Pasábamos mucho frío en la escuela porque no había calefacción.
—¿A qué jugaba?
—No había tantas cosas como ahora ni tenía juguetes así que lo hacía con mi hermana mayor, aunque molestaba por la diferencia de diez años. A veces tenías un triciclo que te lo pasaba un primo o un autito.  La casa tenía un fondo grande, donde se podía jugar.
—¿Travesuras?
—Mi hermana me cuenta que eran contra ella. Era celosa conmigo porque mi mamá se dedicaba mucho a mí y ella sufrió más la separación que yo, que era muy chiquita. Una vez le tiré un sifón por la cabeza y le hice un chichón, lo cual me lo recuerda siempre.

Un gran necesidad
—¿Qué actividades laborales desarrollaban sus padres?
—Mi papá era taxista y mi mamá trabajaba en la casa, con lo cual fue un problema cuando se separó. Siempre lo hablamos con mi hermana y decimos que fue muy valiente para la época. Yo lo sufría en la escuela y no pude hacer muchas cosas por eso. Recientemente fui al cumpleaños de una hermana del matrimonio posterior de mi papá, que no sabía que existía, me lo comentaron cuando fui mayor y comencé a buscarla.
—¿Sentía esa necesidad?
—Sí. Mi mamá –que falleció– siempre me decía que tratara de conocerla porque no está bueno que los hijos carguen con los errores de los padres. Era una meta que me había propuesto y Dios la puso en mi camino.
—¿Cómo fue?
—Fui a comprar a Los 3 Indios, abro la cartera y no tenía el monedero. Compré otras cosas para poder pagar con la tarjeta. La cajera lee y dice: “Vega como yo.” “Sí, pero hay tantos”, le contesto. Me pregunta de quién soy hija y le digo el nombre de la partida de nacimiento (Jorge). Me dice que era hija de “Julián” y comentamos que tal vez éramos primas. Salgo del lugar y el nombre comienza a darme vueltas en la cabeza porque mi hermana lo nombraba. En vez de ir al cumpleaños voy a lo de un amigo que conocía a mi familia, se le llenan los ojos de lágrimas y me dice: “Julián es tu papá y ella es tu hermana.” Pasó que los padres de mi papá tuvieron muchos hijos, todos eran con “j”, repiten Jorge y mi papá se enoja, entonces dice que le pusieran Julián –por una novela de moda. Se autodenominó con ese nombre y le quedó.
—¿Lo vio hasta los 3 años y luego nunca más?
—Cuando tenía 8 años hubo que vender un terreno que tenían en común y pidió que me llevaran. Lo recuerdo firmando un papel, muy acongojado y lloraba mucho.
—¿Continuó la relación con su hermanastra?
—La busqué, charlamos y aclaramos todo.
—¿Cómo fue ese encuentro?
—Hicimos catarsis y me saqué muchas cosas de la cabeza en cuanto a que pensaba que se había olvidado de nosotros, pensaba que no nos quería y ella tampoco. Pero me dijo que hablaba constantemente de nosotras. En estos casos –creo– el acercamiento tiene que hacerlo el mayor y luego el chico crea el vínculo, si se da.
—¿Qué fue lo primero que se dijeron?
—La esperé en la puerta de su trabajo porque yo tenía un negocio a la vuelta y estábamos cerca. Mi marido fue un pilar fundamental para que pudiera arreglar todo esto, hasta que junté a todos mis familiares y él hizo un asado en casa.
—¿Cuál fue el momento de mayor enojo con su papá?
—En la adolescencia y durante la secundaria, por la impotencia que sentía porque mi mamá no podía trabajar al estar enferma y yo ser el sostén de todo. No tuve cumpleaños de 15. Lo de dar clases a la noche era porque quería darme algunos gustos, sino no podía comprar nada. Con mi sueldo pagábamos el alquiler y hacíamos una compra en el supermercado. Me fue bien dando clases.
—¿Cuándo elaboró esta cuestión?
—Eeehhh… cuando armé mi familia. Comencé a entender la separación cuando fui grande y al ver que había mucha gente que se separaba. Hay que tratar de no juzgar porque habrá tenido sus razones. ¿Cómo seguir una pareja cuando ya no se quieren? Mi papá era taxista, algo vago, andaba todo el día en la calle y hacía turnos de noche. Y mi mamá estaba mucho tiempo sola. No debe haber sido fácil.
—¿Cómo era su mamá?
—Hasta hoy le agradezco todas las enseñanzas que me dejó. Mi hermana se casó a los 18 años, cuando yo tenía 8. Así que mi mamá se dedicó totalmente a mí y era sabia; tal vez fue una adelantada en cuanto a la decisión que tomó, la cual hoy es más fácil. Para ella era blanco o negro –en este aspecto familiar– y decía que había que predicar con el ejemplo. Nunca más se volvió a casar.

Trabajo y prioridades
—¿Me dijo que tenía vocación histriónica?
—Sí, me gustaba todo lo que tuviera que ver con el arte y en la escuela actuaba y cantaba… pero sabía que no me daría para mantener a mi mamá. Estoy haciendo teatro y también hice el instructorado de ritmos caribeños. También me gustaba el diseño de interiores.
—¿Por qué comenzó a estudiar Bioquímica?
—Tenía un tema con todo lo que fuera hospitales y medicina, pero para estudiar tenía que irme a Córdoba o Rosario, y económicamente no podía. Lo más cercano era Santa Fe y me lo podía bancar.
—¿Le gustaban los números?
—Sí, hasta hoy, pero ejercí muy poco, unas suplencias, y las acomodaba según el trabajo de la mañana porque me permitía pagar el alquiler y vivíamos de ese sueldo, ya que mi mamá no tenía jubilación ni pensión. Igualmente quería crecer, porque sabía lo que había sufrido mi mamá por no tener estudios.
—¿Qué materias prefería en la secundaria?
—Matemáticas y en el profesorado sacaba rápido todas las que tenían cálculos, más que las filosóficas.
—¿Quemó algunas etapas?
—¡Sí, sí, en la adolescencia! Estamos haciendo los reencuentros y comentan “¿Te acordás de Natacha”. Los boliches no los frecuentaba porque vivía en Almafuerte al final, todo pasaba en el centro y no había tanta conexión de colectivos. Y estaba el karma por el lado de mi mamá que decía “las crié sola y no pueden andar sueltas en la calle.” Hubo una fractura familiar y eso pesaba. A los 17 años no tenía amigas que trabajaran y eso también me alejaba del grupo porque no podía compartir muchas cosas.

El germen solidario
—¿Pudo desarrollar alguna afición por entonces?
—No, aunque me fui metiendo en actividades solidarias. Comencé con unos chicos que estaban en el colegio Don Bosco –llamados Cruceros del Señor. Nos reuníamos los sábados a la tarde, se leía un segmento del Evangelio y lo traíamos a la realidad. Pero no tenía mucho tiempo porque también me hacía toda la ropa.
—¿Tuvo formación religiosa?
—No, ni siquiera hice la comunión. Íbamos a los Ángeles Custodios y presentábamos obritas de teatro para los chicos. Venías destrozada porque los chicos te pedían que los llevaras. Cuando me casé mi esposo me dijo que había un grupo que hacía tareas solidarias pero la palabra beneficencia no me gustaba, porque la asociaba con las señoras de la alta sociedad que no tenían nada que hacer y hacían algo cada tanto en una institución. Me gustaba trabajar en el lugar donde pasaban las cosas y esto (la residencia para las madres) tiene que ver con eso.  
—¿Qué significó trabajar desde los 17 años en términos de maduración?
—Aprendí muchas cosas que hoy me doy cuenta, como el hecho de no tener y tener que trabajar para darte un gustito. Por ejemplo, tener un jean Lewis –lo cual era todo un tema– o una campera de jean. Tenía un jean con el que iba a trabajar y los fines de semana lo lavaba para salir. Muchas cuestiones los chicos hoy las tienen allanadas, lo cual es un error nuestro en cuanto a dar todo tan fácil. Trato de no hacerlo.
—¿Qué motivaciones influyeron para dedicarse a la actividad solidaria?
—Mi primera hija nació prematura y estuvo en incubadora, y a mi segundo hijo lo operaron del corazón a los dos días –en Córdoba y yo estando acá, sin conocerlo–, lo cual hizo que mirara alrededor porque soy muy observadora de la gente. Nos marcó mucho. Ahora las veo a las mamás, sufro a la par de ellas con lo que me cuentan –aunque hay muchos avances médicos– y les doy contención. En 1996 fui a un cumpleaños de una cuñada, estaba la psicopedagoga del servicio (de Neonatología, Iris Bitz, hoy vice presidenta de la fundación) y me dijo que estaban con ganas de armar algo en el hospital. La situación económica era complicada. Se lo comenté a mi marido y me dijo que me apoyaba. Luego esta amiga vino a mi casa, me propuso armar una fundación y necesitábamos un aval de 5.000 pesos. Comenzó un trabajo de hormiga, de ir a ver a empresas y buscar socios fundadores, que aportaron enseguida, pero el papelerío demoró mucho.

La violencia que no tiene prensa
—¿Cómo fue la llegada al hospital?
—Las reuniones eran de noche, horrible por el frío de invierno y este pedacito era lo único que tenían las mamás, que dormían tiradas en el suelo.
—¿Imaginó que el hospital público era lo que vio en ese momento?
—No. Por eso le digo a todo el mundo que venga a conocerlo.
—¿Hubo algo que las desalentó?
—Los dos años hasta obtener la personería jurídica por lo que fuimos a averiguar si podíamos comenzar a hacer cosas para juntar más plata. Nos dijeron que podíamos figurar como pro fundación así que hicimos un desfile en el Howard Johnson. Costaba mucho alquilar el octavo piso y fue una sensación.
—¿Cuándo sintieron que caminaban sobre bases firmes?
—Cuando nos dieron la personería jurídica en 1998, hicimos un asado, festejamos y lloramos.
—¿Cuál fue el primer caso de una mamá que la conmovió?
 —Incluso tuvimos que hacer terapia con las chicas. El caso de María fue muy especial: era del interior, el bebé nació con muchos problemas y su historia era increíble, de novela. Era ella y una hermana, la madre las abandonó y se fue con un primo de 17 años. Quedó viviendo con el padre – alcohólico– quien vivía de changas. Las ayudaba una abuela. Ella era la madre-hermana de la más chiquita, que tenía diez años y ella 13. Hacía mandados y le daban moneditas. Un día llega y la encuentra a la nena en la cama, tapada, le pregunta qué le pasaba y lloraba. La destapa y era un charco de sangre. “Papá, papá, papá…”, decía la nena. Quería matarlo al padre, que se había encerrado en el baño. La llevó a un centro de salud, el padre fue preso y ella quedó a cargo del cuidado de su hermana. A ella también la había querido violar. Una enfermera del centro de salud la llevó como empleada doméstica.  Un hijo de la enfermera se enamora de ella pero no quiere decírselo a la patrona porque la había llevado por su confianza. Un día el padre le dice a María qué cómo era que tenía algo con uno de sus hijos, la viola y queda embarazada. La enfermera la echa de la casa y el chico la deja. Vino y tuvo su bebé acá.
—¿Por qué la impactó tanto, es más frecuente de lo que se conoce?
—Porque ella comenzó a contar la historia y llorar… lo de la violación. Hoy escuchás mucho sobre esto pero hace 15 años… y no podés hacer nada. Son realidades que pasan por el entorno pero la sociedad lo descuida. Tuvo el hijo, volvió a encontrarse con el chico, se fueron a Buenos Aires pero sigue sola, porque el chico nunca aceptó que tuviera el hijo de su padre. Hacemos catarsis en el grupo y muchas veces terminamos llorando. El equipo tenemos psicopedagogas, psicóloga y abogada.
—¿Un relato de una madre que significó algo especial?
—Todo el tiempo: aquí aprendí a perdonar lo que me sucedió antes. Siempre digo: “Cómo va a hacer esta chica –con su realidad– para criar nueve hijos, si físicamente no le da el cuerpo.” Había una mamá que todos los años aparecía por acá, embarazada. Le pregunté si no había pensado en operarse o tomar pasillas, pero que ella decidiera. Me contestó que “Dios los manda.” Me dijo que su marido vivía de changas y traía la comida a la casa, así que no podía decirle que no. Finalmente confesó que era porque cuando daba la teta “era el único momento en que sentía que alguien la acariciaba.” Hasta hoy recuerdo su carita y cómo me lo dijo, llorando. En ese contexto, las chicas que tienen 14 o 15 años “se hacen embarazar” para irse de la casa, porque están a cargo de los hermanitos, ya que la mamá tiene que salir a trabajar. ¿Cuándo los gobiernos tomarán conciencia de esto”.
—¿Qué aprendió al estar en contacto con estas realidades?
—Había comenzado a trabajar acá y me daba cuenta lo mucho que nos costaba todo. Acá las mamás toman juguitos, a veces una distribuidora nos manda algunos jugos o sino agua. Un día llego a mi casa y mi hijo –de diez años– estaba enojado porque no había Coca. Conté hasta veinte antes de contestarle y le dije: “No hay Coca porque no fuiste a comprar, todavía tenés la suerte de tener un papá y una mamá que tienen trabajo. Yo vengo del hospital, donde no tienen ni agua­.” Se quedó asustado y me miraba. A partir de ese momento llamé a una empresa de las que llevan agua a domicilio y se tomó agua durante mucho tiempo, salvo en los cumpleaños.   

Espacios colapsados
—¿Cómo es el régimen de la residencia?
—Las mamás no gastan ni un peso y tienen desayuno, almuerzo y cena –a cargo del hospital. Nosotros le damos todo lo que tiene que ver con entre las comidas, gracias a donaciones de empresas privadas, a las cuales les cuento nuestro proyecto y generalmente aportan. Como entidad estamos bien vistos y hay empresas que nos eligen para colaborar.  En su momento la presidenta de la Fundación del Hospital Fernández –Miriam de Bagó– me aconsejó en función de su experiencia.
—¿A qué aspiran ahora?
—El ideal es un espacio más grande y tener el depósito –que está en el subsuelo– junto con la residencia, ya que el ascensor está abandonado y hace mucho que no funciona. Tenemos 13 camas y siempre está lleno, aunque hoy hay nueve mamás.
—¿Conoce alguna estadística?
—Hay entre siete y ocho nacimientos por día, o sea entre 230 y 260 mensuales, de los cuales veinte por ciento vienen a Neonatología porque son prematuros.
—¿Cómo evaluaría las fortalezas y debilidades del sector público de salud?
—Apoyo la salud pública y por eso estoy trabajando acá. Estamos con un problema desde hace mucho tiempo que se agudiza y es relacionado con la infraestructura. Entre Ríos crece mucho y a este centro se deriva desde toda la provincia. Cada enfermera tiene que atender a muchos chicos y el paro de actividades tiene que ver con el atraso salarial, con relación al trabajo y al costo de la vida. En 18 años que estamos pasaron siete gestiones de directores, con algunos nos llevamos un poco mejor y con otros no tan bien. Ahora hace siete meses que está una nueva gestión, la relación es muy fluida y nos ofreció lo que necesitamos, al igual que la gente de mantenimiento. Todos han pasado y en todos hay falencias, porque hay muchas cosas para hacer. Nuestros problemas no son con la gente que viene a usar el lugar sino hacia arriba, cuando no nos dejan hacer. Hace cinco años quisimos hacer una sala de internación conjunta para descongestionar el sector de Neonatología: los bebés que estuvieran de alta pasarían allí, pero con una cama al lado donde estuviera la mamá. Hicimos un proyecto, tuvimos un subsidio, vino Alicia Kirchner, nos dieron 120.000 pesos e hicimos la salita de engorde. Se inauguró en diciembre y el lugar quedó espectacular, con todo el equipamiento. Pasó enero, febrero y no fue ocupada porque no había personal –se necesitaban tres enfermeras–, hasta que me mandan un mensaje diciendo que una noche la habían desmantelado. Vino el tema de la Gripe A y se uso circunstancialmente el lugar para eso, lo cual coincidió con un cambio de gestión complicado. Nunca más se reinstaló la sala.
—¿Desmantelaron todo?
—Sí, suerte que tenemos abogado y escribano, por lo que dejamos constancia que el lugar fue usurpado y los muebles trasladados a una habitación. Llamamos y vinieron de Desarrollo Social de la Nación, y constataron que estaba todo en el hospital. Ese día dijimos: “No se puede pelear para arriba”, porque acá cada cual cuida su quintita. Por eso hay tantas fundaciones y la biblioteca. Después de esto estuvimos muy deprimidas. ¿A quién le echás la culpa, al director que se fue, al que vino?
—¿Tienen relación entre las distintas fundaciones?
—Sí, no tanto con la cooperadora, porque ellos –al ser una entidad con muchos años– reciben donaciones sin tener que trabajar, y además se ocupan de las obras grandes del hospital.
—¿Qué la motiva a continuar colaborando?
—Cuando fue la crisis de 2001 todo el mundo estaba angustiado por la cuestión económica pero me acostaba tranquila sabiendo que aquí había diez o doce mamás que tenían comida y no les faltaba nada. Una vez leí algo de la Madre Teresa que cuando un periodista le preguntó si iba a cambiar el mundo cuidando veinte enfermos, le contestó: “Si usted cuidara otros veinte como yo… no habría enfermos en el mundo.” A medida que te involucrás, menos podés dejarlo, porque si las integrantes de la fundación no nos movemos y conseguimos cosas, no lo hace nadie.
—¿Cuántos pañales se necesitan?
—240 por día. También nos ocupamos de los enfermeros para que puedan ir a hacer cursos y  capacitaciones, a quienes les pagamos las inscripciones o el combustible.
—Aquí se convive cotidianamente con la vida y con la muerte. ¿Cómo se lleva con ésta?
—La que más me costó fue la de mi mamá porque estuvo conmigo todo el tiempo, ya que cuando me casé la llevé conmigo porque no tenía casa propia, salvo cuando fue niña y sus padres estaban muy bien económicamente. La que me hizo volver a la realidad fue mi hija. Cuando mi mamá murió, ella tenía siete años. Todos me decían que me fuera de paseo porque estaba llorando todos los días. Trataba hacerlo sin que me vieran hasta que un día mi hija trajo una sillita, se sentó a mi lado y quería llorar. Le pregunté qué le pasaba y me dijo: “Mami, quiero que me salgan las lágrimas como a vos, para acompañarte.” Le dije que no llorara y agregó: “Claro, eso me va a pasar a mí el día que vos te mueras.” La abracé, dejé de llorar y le hablé sobre la nona. Teníamos una vacaciones pagas, le había dicho a mi marido que no iba a ir, pero después de eso y hablar con una psicóloga, decidí hacerlo.
—¿Y cuando muere un bebé?
—Es terrible, aunque gracias a Dios y a las políticas de salud no hay tantas muertes. Los médicos argumentan que es porque las mamás están cerca, viven el día a día y antes los dejaban. El contacto de la mamá con el bebé –aunque no lo pueda amamantar– hace que la internación se reduzca. Los psicólogos dicen que el bebé recién a los 3 años aprende que mamá vuelve, mientras que antes toda separación la toma como un abandono y por eso llora.   

 

La nota completa en la edición impresa de Diario UNO de Entre Ríos de este domingo 7 de diciembre

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