Una foto en primerísimo primer plano muestra su rostro agrietado y tenso. No logran disimularlo ni el sutil maquillaje sobre los párpados, ni el afeitado rasante que impide perfectamente el asomo de cualquier pelo. Ni tampoco el peinado de las cejas ni el recorte de las pestañas. Nada. Ni la sonrisa, ni la voz calma, ni la calculada tolerancia, ni los chistes de los que nadie se ríe (ni él). El hombre tiene ese rictus que expresa cuando menos contradicción con las palabras.
Primer plano
19 de febrero 2017 · 09:43hs
Hay que reconocerlo: es un actor pasable. No se le mueve un pelo cuando responde sin salirse del libreto. Enarbola los ejes discursivos y los usa a la perfección. Habla de la herencia de un "país quebrado", de que hace lo mejor para nosotros, de sus buenas intenciones. Cuando necesita reforzar alguna idea se ayuda con las manos; hace ademanes con la derecha, con la izquierda y después con ambas al mismo tiempo. Apoya las palmas abiertas sobre su pecho como señal de sinceridad. Esto lo hace cuando dice: "Para eso estoy acá, para ayudar a que la gente esté cada día mejor".
Dice que se perdieron 100.000 puestos de trabajo, pero se generaron 60.000, y a medida que esto va saliendo de su boca eleva el tono, como si así convirtiera en positivo lo negativo, como si 40.000 desempleados no fueran más que un número. "Me ha dolido cada aumento que a vos te cuesta pagar", se lamenta mientras mira al cronista. Él, que subió sin anestesia las tarifas y causó la inflación más alta desde la devaluación de Duhalde. Pero asegura que frenar la escalada de precios es principalmente responsabilidad del Banco Central, que él debe solo "bajar el déficit fiscal"; así que "espera" –enseguida se corrige y dice que está "convencido" de que se va a lograr– que este año esté por debajo del 20%. A continuación da a entender que ese debe ser el techo de los aumentos salariales. Lo da a entender, no lo manifiesta, aunque le queda claro a quienes debe quedarle.
Dice que nos escucha y es casi verdad. A algunos los oye. Los visita en su casa, les toca timbre, se sienta con ellos en sus cocinas, rodeado de cámaras, luces y micrófonos. A otros los llama por teléfono y conversa acerca de algún problema puntual del que no se hace cargo o de Boca o de bueyes perdidos, y después publica el video en Facebook.
Dice que está para servirnos, que para eso vino, que para eso dejó (¿dejó?) de ser empresario y se volcó a la política; para hacer política mejor que los políticos. Murmura: "Me levanto a la mañana pensando de qué manera los puedo ayudar. Y me voy a dormir pensando en lo que no pude terminar y todo lo que me falta y que tengo que hacer al día siguiente".
Dice que fue un error aumentarle de menos a los jubilados, como lo fueron antes el tarifazo (que de todos modos ejecutó), el nombramiento de jueces por decreto, los cambios de feriados y ahora también el perdón de la deuda multimillonaria de su familia. Las excusas pueden ser: error de cálculo, error semántico, error de carga, error de comunicación. Pero debemos quedarnos tranquilos: es sincero, reconoce cuando se equivoca y, encima de todo, hace conferencias de prensa y no se enoja ante las preguntas complicadas.
Dice todo esto mientras sonríe y nos propone poner el hombro sin perder la alegría (versión bastarda de endurecerse sin perder la ternura). Porque lo que no dice es lo que no puede decir: para qué está, por qué y para quiénes. En eso no hay errores. Hay ideología y hay proyecto. Es lo que se ve con el primer plano, el prohibido, el que deja observar su rostro de cerca.
Concluye la última respuesta, recoge los papeles del atril y tras un segundo de silencio aparece el primer aplauso. ¡Corten!