Se hizo difícil ser adolescente o joven. Mientras en nuestro tiempo acostumbrábamos a pasar el tiempo con la pelota en la calle, con la bicicleta en cualquier parte, o solo sentados en el cordón de la vereda, estudiando o trabajando a poco de egresar de la Secundaria, hoy los chicos están envueltos en complejas problemáticas sociales de estricta pertenencia a los mayores.
Inocencia, sueños y muchas otras cosas más perdidas
Entre esas particularidades, problemas y adversidades que afrontan podamos entender tal vez, buena parte de lo que nos pasa en la vida cotidiana.
En los últimos años, los avances en la asistencia social fueron muchos y para distintos estratos –niños, jóvenes, adultos mayores–, al garantizar accesos a derechos básicos.
Sin embargo, la promoción social, esa posibilidad de crecer, desarrollarse, prosperar, aún está pendiente para esa franja hoy muy vulnerable que va desde los 16 y hasta los 30 y pico de años, fundamentalmente por la falta de trabajo –confirmada por todo tipo de estudios y estadísticas– y las permanentes dificultades para avanzar y seguir los estudios secundarios y universitarios.
Un día cualquiera, en los barrios de Paraná más castigados por la vulnerabilidad social, se percibe en las calles esa marginalidad y exclusión.
La generación de los Ni-Ni no se pregunta cómo será el mañana, no sueñan con ser estrellas de rock and roll ni mucho menos presidente de la Nación, médicos, docentes; muchos de ellos no alcanzan a terminar la secundaria y abandonan la escuela sin rastros ni huellas de su paso: de ese tiempo poco y nada les queda de formación, y mucho menos de relaciones y amistades.
Hay, en esos cada vez más amplios sectores de jóvenes, una falta de sentido de expectativas, de proyectos de vida; hay, en todo caso, una visión miope del futuro.
Como contrapartida, son partícipes y protagonistas casi excluyentes de los más sangrientos hechos delictivos. Lo dicen las frías estadísticas, pero lo vemos, escuchamos y leemos a diario.
Un cuidacoches de 25 años es asesinado por un menor; un joven que mata a otro en el barrio Antártida Argentina por una discusión sin sentido, “por algo que se quedó uno del otro”; una intensa balacera entre jóvenes de 25 y 26 años castiga a los habitantes del barrio 25 de Mayo, son algunos de los casos difundidos en los pocos días que van del año nuevo. Son también menores y jóvenes los que tienen a mal traer a vecinos de los barrios más inseguros.
Ellos, se han acostumbrados a un mundo descartable, donde poco tiene valor para mañana, y en el que un par de zapatillas o un aparato de teléfono celular vale más que una vida. Saben que mañana tal vez no exista; viven el hoy y por eso no puede resultar extraño que sean caldo de cultivo para las bandas delictivas y del narcotráfico; y asumen del peor modo, la conciencia sobre lo efímero de nuestro paso por el mundo.
Si muchos de ellos no sueñan, no se proyectan, no se proponen metas, gran parte de ello es responsabilidad de los mayores, a partir de fallas sustantivas para frenar el avance del narcotráfico en nuestras comunidades; en la imposibilidad de alcanzar logros de permanencia y calidad en la educación; en brindarles posibilidades de trabajo.
No solo el crecimiento de la delincuencia juvenil es uno de los problemas más graves que vivimos, sino la forma de resolución que encuentran ante cualquier conflicto: se solucionan a los tiros hasta las discusiones más mundanas.
Atravesamos un tiempo antinatural: los jóvenes mueren por motivos ajenos a la lógica del ciclo de la naturaleza, atrapados en submundos sin valores, sin cultura de trabajo.
Son procesos sociales que se arrastran hace largos años, y que no ocurre solo en nuestra ciudad, en la provincia o en el país. Mientras muchos de nosotros, adultos, miramos por encima de nuestros hombros con una sonrisa sobre ese pasado que muchas veces añoramos, hay chicos y jóvenes que empiezan a asomar la mira en una sociedad, solo para evitar no ser alcanzados por ese trágico destino casi marcado.