Pablo Felizia / De la Redacción de UNO
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Héroes en sus propias cuadras
La afirmación puede ser obvia, pero en cada barrio hay héroes anónimos, silenciosos y sencillos que son pilares de la historia más pequeña de una zona, de un conjunto de casas con techos bajos, de cuadras que vieron crecer a más de una generación.
Está el vecino que saca la basura cuando no lo tiene que hacer, el que baldea o manguerea la vereda esos días de calor en que un tercio de la ciudad se quedó sin agua, el que pone la música a todo volumen un martes a la medianoche o el que se robó un par de zapatillas del patio de al lado; así se podría seguir con otras actitudes fáciles de lamentar. Pero también hay otros diferentes, que se destacan y que son parte de la identidad de un barrio. De estos se habla menos, a veces carecen de espacios y otras se les agradece poco.
El año pasado recorrí diferentes zonas de Paraná en la búsqueda de estas historias y hay varias que se pueden destacar para demostrarle al escepticismo cotidiano que la gente es buena.
Aquí van algunos ejemplos de héroes en sus propias cuadras, hombres y mujeres reconocidos por sus vecinos.
Por supuesto, carecen de antecedentes bibliográficos o archivos y por lo tanto no es posible hacer corroboraciones más allá de aquello que queda y quedó en la memoria colectiva.
Cuando era chico, en mi cuadra en Santa Fe, vivía una mujer que era la única que tenía teléfono. Se llamaba Blanca y casi todos recurríamos a ella. Su casa quedaba en la esquina y si alguien llamaba lo dejaba en la espera hasta que iba en la búsqueda del destinatario. Parece una tontera, algo pequeño y mucho más visto desde hoy y a la distancia, pero ni ella sabía de la cantidad de gente que tenía en la agenda su numeración: por lo menos las familias de dos cuadras acudíamos a ella cuando era necesario. No recuerdo haberle dejado ni un peso jamás, nunca nada y eso que la cuenta de fin de mes debió haberle sido bastante alta.
Por una nota, llegué una mañana de diciembre pasado hasta la casa de Pascual Bruno Altamirano, el primer plomero y gasista que hubo sobre Blas Parera en Paraná. Estaba acompañado por su esposa Julia Hermelinda Salgaro. Ellos fueron también, los primeros en tener teléfono en la cuadra hace más de 30 años. La señora Salgaro contó que durante una década casi todas las familias que vivían en el lugar llegaban hasta su casa para discar el aparato. Esa historia me hizo acordar a aquella otra y me ayudó a encontrar otros ejemplos.
Muy cerca de ahí está la despensa Zuly, de Zulema Ernestina Rodríguez de Deharbe, que también visité en diciembre. A sus 88 años y con varias décadas de trabajo me contó que aún guarda un montón de libretas con fiados que nunca cobró: sabía de las necesidades de aquellos que llegaban hasta su almacén.
Pero hay más. En el barrio Güiraldes, en el medio de una nota sobre un pesebre viviente que hicieron en la Plaza de los Trabajadores, un vecino de nombre José me contó que una familia que aún vive en el límite con Lomas del Mirador I y II, recibía cada día un montón de personas con botellas y baldes para buscar agua dulce. Hacían colas tan largas que en esa casa dejaban el portón o la puerta de la entrada abierta para que quienes llegaran se sirvieran sin tocar timbre o golpear.
En Paraná V, en noviembre, conocí a Ángela Hundt de Díaz que junto a su hija y otros vecinos rasquetearon paredes y pintaron cada una de las salas de lo que es hoy el Centro de Atención Primaria Doctor Arturo Humberto Illia; fue hace dos décadas y por iniciativa de Jorge Rodríguez, otro vecino que quedó en la memoria del lugar.
En barrio Aatra escuché una de las historias más importantes. Fue sobre finales de diciembre cuando me encontré con Eduardo Erminio Petruccio, de 84 años que estaba en la puerta de su casa con su esposa Adela Savoines, de 86. Ella era enfermera y, gratis, después de sus horas laborales, colocaba inyecciones a cualquiera que se lo pidiera. Incluso llegaban desde otros barrios por su ayuda. “Estas manos, hasta el día de hoy, no cobran un solo centavo, al contrario, sale de mi alma”, me dijo ese día.
Con certeza debe haber cientos de otros que están ahí, en cualquier esquina, bajo una sombra y con el mate listo. Sus vecinos los reconocen, saben de sus historias y quizás sea una buena oportunidad para saludarlos, para que aparezcan por un momento y agradecerles, como si solo con ello bastara.