“En el puerto hay que dejar de innovar y preservar más”

La charla es con uno de los vecinos y comerciantes más antiguos de la zona portuaria de Paraná y permite rescatar lugares, comportamientos y personajes de una época de la cual cada vez quedan menos vestigios.
29 de noviembre 2015 · 09:26hs
Julio Vallana/De la Redacción de UNO
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Don Carlos Yelpo acredita 45 años como “bolichero” en La Peña –su despensa ubicada en Laurencena y Dorrego, de la capital provincial– y además trabajó como embarcado en la época en que el puerto de Paraná era un centro vital desde el punto de vista de la actividad comercial y económica no solo local, sino también de la región. Nació y siempre vivió allí, por eso su memoria es propicia para saber de otros tiempos, muy distintos especialmente hasta antes de la inauguración del túnel subfluvial.

De bares, bochas y albergues
—¿Dónde nació?
—En Paraná, en la zona del puerto. Vivía detrás del negocio de Náutica (frente a Laurencena y Dorrego), al fondo de la dársena. Antiguamente –cuando era gurí– había una pista de baile grande que se llamaba La Conguita – y la cantina todavía está. Teníamos un rancho del otro lado. Me cruzaba por el tapial y venía a comprar acá (esquina de Laurencena y Dorrego), que era una despensa de una familia judía con tres hijos varones. Donde estaba La Conguita, luego estuvo el Club Antártida –que tenía dos canchas de bochas cerradas– y el Club Alumni.

—¿Su papá nació acá?
—Vino de La Paz al puerto, se casó con mi mamá y se quedó. Siempre trabajó de estibador y se jubiló. En ese tiempo había mucho trabajo porque Paraná se abastecía solamente a través de la navegación. Eran barquitos de madera que traían la mercadería de Santa Fe y había agencias marítimas que se encargaban de despachar los barcos. Todas tenían sus depósitos. Por calle Liniers –donde está una confitería– había una y tenía vía para la zorra. Ahí se amontonaban todos los alimentos que traían y salían los camiones a repartir por la ciudad. Más abajo había otra –donde hay otra confitería– que también tenía depósito, otra que se hizo empresa nacional, sobre Güemes estaba Arus y también otra más chica.

—¿Su mamá también llegó desde La Paz?
—No, era de acá.

—¿Su hogar estaba próximo al río?
—Entre Laurencena y Liniers.

—¿Qué otras características presentaba la zona?
—Frente a la balsa –donde está la rotonda– había otro lugar que se llamaba La Conga, donde también se bailaba a rompe y raja. Hacia el otro lado de donde yo vivía, había baldíos y también hacia la salida hacia calle Liniers. Había una pensión y despacho de bebidas –donde ahora hay un motel– de un hombre de apellido Salvia, italiano. Hospedaba a gente que trabajaba en el Ministerio y en la usina. Cuando era chico trabajé en esa despensa, hacía mandados y después comencé a servir la comida.

—¿Qué música se bailaba?
—Por lo general, tango, foxtrot y pasodoble.

—Por la descripción que hace, había mucho espacio abierto.
—Sí, había mucho lugar para vaguear, y canchas de bochas y la quinta de don Jorge –quien tenía muchos árboles frutales. Con él vivía un abuelo mío –el padre de mi mamá. Casi frente a la Prefectura había otra pensión y despacho de bebidas –donde ahora está el otro motel– y en la esquina de Liniers y Güemes, un bar-comedor –el cual también era albergue.

—¿A qué más jugaba usted?
—Nos pasábamos todo el tiempo jugando a la pelota porque calle Liniers era poco transitada, salvo los vehículos que entraban al Ministerio. Otra de nuestras diversiones era mirar entrar y salir a los empleados, algunos de los cuales tenían bicicletas a motor –lo cual era una novedad. Había una sastrería famosa que tenía un “hombre-sándwich” que andaba con zancos, abría las piernas y los autos pasaban por debajo (risas). Era grandioso.

—¿Travesuras?
—No había picardías… cuando fui más grande aprendí a fumar y solíamos meternos por La Santiagueña –a través de un tubo– hacia el lado de los muelles. El arroyo era un manantial, donde la gente lavaba la ropa, entraban mojarras y ahí aprendí a nadar.

—¿Todos los bares tenían las mismas características?
—En el que trabajé se jugaba al naipe, había cancha de bochas, y el de la esquina tenía un poco más de nivel, e iba la gente que solía viajar a Santa Fe y almorzaba –antes de cruzar en la lancha.

—¿La Conga y La Conguita se diferenciaban en cuanto al público?
—Eran para la gente que le gustaba divertirse y andar por la noche, no era un ambiente muy familiar sino más bien…

—¿Onda levante?
—Sí.

—¿Qué días?
—No recuerdo bien pero eran dos días a la semana, me parece que jueves y domingos.

—¿Venían orquestas típicas?
—Era más con grabaciones. Donde estoy ahora –cuando murió el esposo de la señora– cambió el rubro, lo hicieron bar, había una mesa de billar, y también hicieron una especie de escenario y una parrilla. Se llamaba La Peña –como se llama actualmente– y no entraba cualquiera. Venían conjuntos locales de tango, Víctor Cansigllieri, Rubén Bordato y Carlitos Budini.

—¿De qué años son estos datos?
—Entre 1944 y 1946.

—¿Cómo eran las calles?
—Laurencena era angosta y se amplió hacia los dos costados cuando se construyó el túnel. No recuerdo cuándo era de tierra.

—¿Y el puerto?
—Me crié en el muelle y en la placita, para lo cual me cruzaba por las rejas que sacaron hace poco. Salía a cazar pajaritos y a veces me tiraba debajo de un árbol a dormir una siestita o comer dátiles de las palmeras grandes que había. Mi papá era estibador del puerto.

—¿Personajes del barrio?
—Había varios que pasaban: Lolo –que caminaba por todo Paraná–, Pajarito… gente media lela. Le preguntábamos para saber qué pensaban. Lo que me pasa ahora es que no encuentro otras personas a quién preguntarles sobre algunas cosas que no recuerdo. Hasta hace unos años tenía un cliente un poco mayor que yo con quien conversábamos sobre la historia del barrio y sus personajes, pero ahora quedé solo. Con quien podría conversar –porque salíamos juntos cuando éramos jóvenes– es con Carlitos Saboldelli. Nos criamos en la pobreza y conocimos todo.

—¿Cuáles fueron las principales transformaciones urbanísticas?
—Cuando calle Laurencena comenzó a poblarse, en los baldíos se construyó y se hicieron muchos departamentos.

—¿Qué visión tenía del centro de la ciudad?
—Ir al centro era grandioso, me la pasaba acá, en el barrio. De noche, los noctámbulos que andaban por acá –si estaba todo cerrado– se iban al centro a comprar cigarrillos. Cuando mi papá no pudo trabajar más, comenzó a vender lotería –mientras yo estaba en el Ministerio como aprendiz– y para ayudarlo también vendí billetes. Así que iba más seguido al centro –en tranvía– a buscar los billetes.

—¿De qué origen es su apellido?
—Italiano, el apellido es Ielpo.

—¿De qué región?
—No sé, mi hija tiene todos esos datos.

—¿Qué sucedía con el arroyo cuando llovía torrencialmente?
—¡Uh, era tremendo! Donde vivíamos el arroyo desbordaba, además volcaba agua hacia Güemes por un baldío y entraba por ese túnel que te comentaba. Levantábamos todas las cosas y las poníamos arriba de las mesas porque sino se las llevaba.

La vida, el puerto y el río
—¿Hasta cuándo vivió allí?
—Cuando fallecieron mis padres vino una hermana que estaba en Buenos Aires, compró y edificó departamentos en el lugar –donde actualmente vive. Otra hermana también hizo un departamento, sobre un pasillo que hay en calle Liniers. Estudié en la escuela nocturna para poder trabajar y ayudar a mi madre. Tenía un tío que tenía una casilla en el puerto –donde paraba el tranvía– en la cual vendía frutas. Cuando estaba por terminar la escuela, mi maestro –que era el director de la Escuela de Aprendices– me dijo que podía rendir, lo hice y estuve cuatro años.

—¿En qué se capacitó?
—Primero y segundo año era básico, en primer, se daba taller de carpintería y en segundo ajuste a lima. El mejor que salía podía elegir el oficio y casi todos los aprendices quedaban trabajando en el Ministerio. Me quedé y elegí máquinas y navegación, y luego rendí en Prefectura como motorista y conductor, lo cual me permitió salir a navegar. En la época de Alsogaray, durante el último año –en el cual ya estábamos trabajando– nos dieron de baja, sin ninguna indemnización. Así que salí y me fui a navegar durante cuatro años. Buscábamos madera para llevar a Buenos Aires. Me desembarqué y me fui un año a navegar por Paraguay –hasta puerto Concepción– donde buscábamos rollos de madera dura, y luego hice otros embarques por acá cerca.

—¿Le gustaba ese tipo de vida?
—Sí, pero era muy sacrificado porque estaba mucho tiempo fuera de la familia, aunque era soltero. Cuando falleció mi madre, me daba lo mismo quedarme acá o no; mi viejo estaba enfermo. Me gustaba mucho Posadas y casi me quedo a vivir. También trabajé un año en el túnel como maquinista. Eran unos remolques que llevaban los túneles hasta la posición donde los recogía la isla flotante. No sé qué habilidad tenían los alemanes pero la gente se había mentalizado tanto que había muchos que no tenían trabajo, se incorporaban, trabajaban toda la semana, el domingo venían a tomar una copa acá y decían: “Nosotros hicimos esto, hicimos lo otro…” y así. ¡Hablaban de trabajo en el bar! En el 70 mi cuñado –que estaba aquí antiguamente como inquilino– trabajaba muy bien precisamente por eso. Ahora está enfermo y es uno de los vecinos más antiguos de la zona.

—¿A qué edad comenzó a trabajar?
—Cuando comencé a trabajar en la pensión tenía 8 o 9 años. Juntaba para costearme los estudios.

—¿Cómo fue el impacto a partir del Túnel?
—Cambió mucho y se notaba en el movimiento de vehículos, e instalación de comercios como farmacias –que no había– y rotiserías.

—¿Cuál fue la mejor época con relación a la actividad del puerto?
—La gente del puerto era gente que trabajaba el jornal, dejaba algo en el hogar y todo lo otro lo farreaba en los bares, jugando a los naipes –aunque no por plata sino por la copa. Había otros que era profesionales del juego y fulleros pero por acá no había tantos. Era gente alcohólica y trabajaban necesariamente para mantener el vicio. En ese tiempo estaba acá la comisaría Quinta y había comisarios que el sábado decía: “Vayan a buscar personal para limpiar la comisaría”. El alcoholismo era una contravención, así que el que estaba borracho, adentro hasta el día siguiente.

—¿Alguna vez le tocó a usted?
—La única entrada policial que tuve fue cuando le cuidé el negocio a mi cuñado porque mi hermana estaba enferma. Estaban jugando al naipe, se armó un lío, bajé la persiana, vino un sumariante y se los llevó a todos. Al otro día me mandaron a buscar, les dije que no era el dueño y me acusaron de “ebriedad y desorden”. Me llevaron hasta el departamento de Policía y me sumariaron.


Truco, billar y fútbol
—¿A qué se jugaba?
—Principalmente al truco, y también al codillo y al tute. Acá había una mesa de billar y se juntaban muy buenos jugadores. En ese tiempo estaba El Gitano –hermano de Carlitos Saboldelli– quien atajaba en el Club Ministerio y jugaba muy bien, al igual que El Negrito Gómez y otros.

—¿Cómo era lo que hoy se dice la movida, cuando comenzó a salir?
—Principalmente, para carnaval, Ministerio hacía unos bailes hermosos, agrandaba la pista hacia el lado de la cancha de fútbol con tablones de madera. Se llenaba. Durante el año se hacían bailes pero en una pista chica. También salíamos por el centro e íbamos a Recreativo –los domingos–, Ciclista, Sportivo Urquiza y Apren –con sus famosos jardines, donde me conocí con mi señora. Con Saboldelli íbamos al bar Famea –en kilómetro 1,5–, nos veníamos caminando y nos quedábamos en el bar Carlitos –frente a donde está la terminal nueva, para escuchar la vitrola, comer sándwich de milanesas y seguir tomando algo (risas).

—Alguna vez me contaron que solía haber duelos a cuchillo, ¿presenció alguno?
—No, pero me enteré de algunos, porque yo era muy chico. Estaba el famoso boliche de Mussi Abichaín. Había uno que trabajaba en el puerto a quien le decían El Oriental y otro Vicente López. Los dos eran bravos, discutieron, salieron del bar y –dicen– El Oriental le tiró con una lata de duraznos, le erró, López se le fue encima y lo cortó grande. El finado decía: “Métanme las amargas adentro”, porque le volcó las tripas de una puñalada.

—¿Usted jugó en Ministerio?
—Iba a ver los partidos. Con Carlitos y Felipe Fernández –que jugaban en Ministerio y en la Liga Paranaense– compartí la niñez. Fueron subcampeones argentinos con el club. En el campito me entreveraba con ellos pero yo tenía vergüenza y no me animaba a jugar en el club, salvo una vez que participé en un campeonato nocturno.

—¿Cuándo comenzó la decadencia del puerto y cómo impactó en la zona?
—Cuando se inauguró el Túnel a las balsas ya las habían trasladado. Antes de esto, venían los barcos (a vapor) de La Carrera –que pasaban hacia Paraguay–, también el Bruselas, Berna, Ciudad de Concepción y Ciudad de Corrientes y La Sarita –que iba hasta La Paz. La zona se renovó con el Túnel.

—¿Le agradan las modificaciones que se han hecho en los últimos años?
—Extraño la vida y la tranquilidad de antes. Ahora te quedás un rato en la vereda y ves tanta cantidad de autos que te da ganas de pararte en medio de la avenida y decirles: ¡Paren, por favor! (risas). Yo dejaría de innovar tanto y preservar lo que hay. Lo que más me dolió fue cuando sacaron las rejas que dividían al puerto y cuando desmantelaron la placita –que tenía muchas plantas y árboles.

—¿Habría que peatonalizar algunos sectores para mayor disfrute de la gente?
—¡Uh, eso sería bárbaro! La zona de los galpones que están frente a la Aduana era un paraíso, al igual que la plaza y las magnolias. Nosotros sabíamos la hora por el reloj de la Aduana.

Otros lugares y otros apellidos
Por Carlos Mosqueda
(Presidente del Club Ministerio)

“Al fondo de mi casa estaba el Ministerio. Ahí también vivían los Saboldelli y había un importante comercio –de Hirsch. Al lado estaba el dispensario viejo –en Liniers y Laurencena– donde hoy hay un edificio, y sobre Laurencena funcionaba una escuela chiquita. En La Fonda de Caminos se comía y tenía habitaciones para los pasajeros que quedaban sin servicio de lancha. El almacén y bar de Mincho Stherren –también sobre Laurencena– y enfrente de la escuela Estrada el bar y chopería La Rosita, de Domínguez, en la cual todos los días había música y un animador de apellido Facal que se vestía de traje y era muy verborrágico. Contaba con árboles que servían de reparo de los parroquianos que permanecían en el lugar hasta la tardecita o hasta altas horas de la noche. En la parada de taxis había cinco o seis coches y sus propietarios eran “los turcos” Jozami, El Pichón Sartori, Pancho Sueldo, Insaurralde y Casagrande, entre otros.
Yo tenía mucho contacto con quienes venían a trabajar al Puerto y me acuerdo el nombre de los changarines, quienes además tenían un número en la gorra. Un viejo personaje que conocí fue Fermín Morochategui –de 90 años. Estaba en un asilo de ancianos, se escapaba, venía al Puerto a hacer una changa y tomarse un vinito. En esa época no había tipos de esa edad. Y los patrones de lancha que estaban uniformados: Albarracín, Linares, Ortega, Bonacich…”

La Peña, las libretas y el oficio de bolichero
Las más de cuatro décadas en su actividad comercial le otorgan a don Yelpo un conocimiento de numerosas coyunturas económicas y de modificaciones en las actitudes de los consumidores. No obstante los profundos cambios –especialmente a partir de la irrupción de los autoservicios y supermercados– en La Peña se mantiene el crédito con “la libreta” –a la vieja usanza y las vecinas aprovechan el encuentro porque el lugar es una verdadera “agencias de informaciones” –según define con humor su propietario.

—¿Qué hizo luego que dejó la actividad de embarcado?

—Me asocié con mi cuñado, me instalé y comencé a trabajar en la despensa y despacho de bebidas, y en 1970 quedé solo, mientras que él puso un autoservicio, así que le compré su parte. Me casé y tuve la oportunidad de comprar acá.

—¿Qué características tenía por entonces el oficio de almacenero?
—Más o menos conocía, por haber estado con mi cuñado, aunque no era fácil. Siempre corría el crédito.
—¿Se refiere a las libretas?
—Sí, hasta hoy las tengo y hay gente que saca mucha plata. Tengo varias libretas de más de 2.000 pesos. Y siempre hubo quien no te las paga –las golondrinas–, aunque por lo general la gente del barrio –que siempre está– es honesta. Nunca terminás de aprender el oficio de bolichero. Lo que me favoreció fue que me adapté a la inflación –de las cuales viví varias. Nunca salía a comprar o buscar precio, pero tenía la facilidad de que venía el viajante de Molinos Río de la Plata, Guereño (jabón) y otras empresas grandes como La Virginia –a la cual todavía le compro– y también de Santa Fe. En ese tiempo no existían tantos autoservicios ni supermercados entonces para la gente comprar acá o en otra parte era lo mismo.
—¿Cuáles eran y son los productos más vendidos?
—Los de la canasta familiar: azúcar, yerba, aceite, pan –porque no había sucursales de las panaderías–, fideos, arroz y lo que se consume todos los días. También hay pata-muslo y fiambres. Cuando andaba por el campo veía los almacenes de ramos generales y me gustó la idea, así que comencé a comprar aluminio, plástico, analgésicos, elástico y agujas para la mercería… Hice un eslogan: “Si no lo tiene Carlitos… es porque no viene”. Todavía cuando veo algo nuevo, me llama la atención y veo que se puede vender, lo traigo. Hay productos que no se venden tanto, pero si viene a pedirlo alguien, lo tenés, y ahí también te compran otra cosa –como los cigarrillos. En mi casa, mi madre cocinaba con un peso, hacía un guiso y se vendía una tabletita de una especie de tomate seco y otros productos que cambiaron. La lavandina venía en una botella lisa con un taponcito y no tenía ninguna etiqueta.

—¿Qué productos causaron mucho impacto en el mercado?
—Las gaseosas. Cuando comenzó Coca Cola, había botellas de ¾ litro, después vino la de un litro que fue una novedad y de ahí en más no paró hasta ahora, que hay botella de tres litros. Para imponerse compró todas las otras fábricas de cola que había y las desmantelaron. A la única que dejaron entrar fue a Pepsi Cola.

—¿El mueble que tiene en la despensa (una cajonera con vidrio al frente en cada uno de los compartimientos) es de cuando se vendían los productos sueltos?
—Nunca le pregunté a mi cuñado cómo la adquirió. Es un mueble bárbaro y muchos turistas que han pasado me han preguntado cuánto costaba, para comprarlo. Es de cedro y los cajones están numerados. Todo se vendía suelto: azúcar –refinada –en terrones– y “ la tucumana”, fideos…

—¿Por qué en la actualidad alguien compra en un almacén de barrio como éste y no en un autoservicio o supermercado?
—Por la comodidad. “Las patronas” que vienen se encuentran y conversan sobre las cuestiones del barrio, en cambio el supermercado es muy frío: sacás lo que vas a llevar en el changuito y te vas. Acá te encontrás con la misma gente todos los días y si pasó algo en el barrio, te enterás. Es un centro de información, pero hay que ser cauto y no divulgarlo.

—¿Cuál fue la peor época en cuanto a esos procesos inflacionarios que mencionaba?
—La del Rodrigazo. En vez de dormir la siesta, con mi cuñado nos íbamos a los supermercados a copiar el precio de los productos porque no teníamos ni idea a qué precio vender, y los viajantes no andaban. No teníamos otra referencia y en las libretas tenías que anotar lo que el cliente llevaba, y a fin de mes actualizar más o menos el precio –para mantener el capital. Con la plata que tenía, enseguida me iba a comprar mercadería. Por eso en las épocas de inflación fue cuando más mercadería tuve. De esa forma pude hacer la casa.

—¿Cómo se adaptó a tener su hogar en el mismo lugar del negocio?
—Al principio yo era bastante salidor porque iba al club y a cazar. Mi señora (Gladys Aurelia Martínez) también trabajaba en el Hospital San Martín, aprendió a despachar y yo me iba a cazar o a pescar, aunque después dejé de salir. En otro tiempo venía gente a cualquier hora pero ahora no, porque es mucho sacrificio, y tampoco abro los domingos por la tarde. En ese sentido también los tiempos cambiaron.
—¿Cuáles son los clientes más antiguos?
—Se ha muerto muchos. Hay una señora cuyo marido era amigo y hace 30 años que son clientes, con libreta. Hay muchos con más de diez años y acordamos cómo es la forma en que me pagan, es gente honesta.
 
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