Vanesa Erbes / De la Redacción de UNO
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Hace poco tuve la oportunidad de visitar algunas ciudades de Europa con la intención de conocer algunas de las particularidades del Viejo Continente. Llegué a Madrid justo el día en que se perpetraron los atentados en Bruselas. A pesar de que ambas ciudades se sitúan a más de 1.500 kilómetros de distancia entre sí, un hecho de esta magnitud impacta de manera global y conmociona. Unos días antes alguien me había preguntado si no tenía miedo a este tipo de episodios al viajar a Francia, por ejemplo, el país que fue víctima de diversos ataques terroristas, el más reciente a finales del año pasado, en el que murieron 137 personas; o a España, donde en 2004 una decena de explosiones en cadena en cuatro trenes causaron 191 muertos y más de 1.600 heridos, por citar algunos de los ataques que son una amenaza constante en diferentes lugares.
Desde Paraná me consultaban cómo se viven allá este tipo de situaciones. Extrañada tengo que decir que la preocupación es parcial, al menos en el grueso de la gente, que siguió transitando ese 22 de marzo fatídico como si nada hubiese pasado. Así me lo confirmó un inmigrante venezolano que eligió exiliarse de su país para probar suerte en la capital española: “Están ajenos y no se inmutan”, comentó, también sorprendido por la naturalidad con que muchos perciben las masacres si no les ocurre en sus narices.
La respuesta común que podía escucharse por esos días en los hostels donde algún viajero tocaba el tema era: “Si ya hubo un atentado estos días, seguramente pasará tiempo para el siguiente”. Sin embargo, el 27 de marzo, cinco días después de las detonaciones en Bruselas, un video del Estado Islámico que circuló en las redes sociales simulando una explosión que destruía la Torre Eiffel generó que las autoridades definieran evacuar esa mañana uno de los emblemas parisinos por excelencia. El lugar estaba repleto de gente, ya que la Semana Santa tracciona turismo de diversos lugares. Lo mismo ocurrió en el museo del Louvre, cuando la alarma comenzó a sonar cerca del mediodía y a través del altavoz se pidió a la multitud que había concurrido esa mañana, con mensajes en diferentes idiomas para que nadie quedara sin enterarse, que desalojara el lugar “por cuestiones de seguridad”. En este último sitio estuve presente y viví en carne propia la angustia de sentir este tipo de amenazas, de saberse vulnerable a la locura de los fanatismos que históricamente han cercenado vidas en el afán de erradicar las diversidades. Me fui del lugar lo más rápidamente que pude y volví cuatro horas más tarde a buscar mi pasaporte, que había quedado en el Museo donde yace La Gioconda, pintada por el talentoso Leonardo Da Vinci. Empecé a preguntar en los mostradores de las recepciones y en los puestos de seguridad el motivo de la alarma más temprano. Asombrada, recibía la misma respuesta: nadie sabía nada. Hasta que una persona me aseguró que la accionaron por error, minimizando el hecho, que pasó a integrar mi anecdotario de viaje.
En un principio me preguntaba cómo se puede vivir en ese contexto de amenazas latentes y permanecer tan distante, sin comprometerse, pero luego reflexioné sobre los innumerables riesgos a los que estamos expuestos en cualquier parte del mundo y que el mirar para otro lado cuando se arrebata la vida de manera violenta a una o más personas no es potestad exclusiva de los europeos: ocurre de acá a la China. Sin ir más lejos, en el Impenetrable chaqueño la postergación sistemática provoca muertes por hambre y otros flagelos propios de la pobreza; esto también podría catalogarse como un atentado, sobre todo contra los principios humanos más básicos.
De acá a la China
13 de abril 2016 · 06:45hs