Paula Eder / De la Redacción de UNO
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La Jaula
Cuando encerrar niños en una jaula se puso de moda, yo ya calzaba lo que calzo hoy. En los 90, Nicoland era el Disney paranaense y todo lo que prometía la experiencia de ser sepultada bajo pelotas coloridas a mí me parecía interesante. Sin embargo, en dos minutos, me convertí en una adolescente horrenda y pesada. Así que en ese limbo que son los 13 años, reprimí para siempre el deseo de arrojarme de bombita en centro de un pelotero gritando como una demente. Bien por mí, y mi ubicación. Y bien por mi madre, que con lágrimas en los ojos me advirtió que si me descuidaba, algún niño podía salir herido. Durante muchos años pensé que esos chicos -livianos, jóvenes, sin corpiño, de pies pequeños- tendrían una infancia mucho más feliz que la nuestra, toda analógica, de hierro y arena con olor a pis. Sin nubes plásticas infladas a compresor. Sin gracia.
Desde entonces, me acostumbré a mirar con recelo estos lugares, de lejos. En algún momento, empecé a notar que los espacios lúdicos comenzaron a reducirse notablemente, para darle lugar a las mesas y las sillas. Ahora la diversión es comer. ¿La diversión es comer? Atrás quedó la discusión de las rejas en las plazas, la jaula moderna son los locales de comidas rápidas. ¿Por qué cientos de padres todos los días toman la decisión de meter a sus hijos en una especie de pecera gigante, a consumir grasa y azúcar? Algunos no pierden la oportunidad de endilgar culpas a la inseguridad, otros aseguran que son los mismos nenes quienes piden pasar dos o tres horas frente la cajita feliz, su juguetito ínfimo y su vasito de coca 80% hielo, su hamburguesita comida a medias.
En 2011, el chef inglés Jamie Oliver se hizo conocido mundialmente por iniciar una verdadera batalla contra la cadena McDonald’s. “Estamos hablando de carnes que hubieran sido vendidas como alimento para perros”, afirmaba el activista, y las fotos de una pasta color rosa chicle recorrió el mundo. Así se conoció El Proceso de la Baba Rosa: un producto industrial derivado de la carne, compuesto por una mezcla de deshechos animales. Recortes de intestinos, médula, huesos, piel, y otras áreas del animal, que son posteriormente tratadas con químicos como amoníaco o ácido cítrico para su incorporación en hamburguesas y alimentos similares. ¿Qué ser humano pondría esta mezcla en la boca de un niño? Millones. Ni siquiera es una opción accesible, nadie gastará menos de 100 pesos si decide entrar a un local este tipo.
Frente a las acusaciones del chef, Arcos Dorados, la empresa que opera la marca McDonald’s en América Latina publicó un comunicado en el que afirma que sus hamburguesas son de 100 % de carne vacuna, que no tienen ningún proceso artificial ni aditivos ni conservantes ni ningún otro ingrediente. Sin embargo, en 2014 Jamie Oliver ganó la demanda, y recientemente McDonald´s se comprometió a cambiar su receta. Pero a nadie parece importarle, los locales siguen abarrotados de padres y padrinos legando sus malos hábitos alimenticios de generación en generación.
En lo personal, frente a la idea de compartir un espacio con cientos de niños sobreazucarados, elijo meter la cabeza en un hormiguero, sin embargo hace un par de semanas mis obligaciones de tía primeriza me empujaron al monstruoso local de España y San Martín y la sorpresa fue enorme. Encontré un montón de nenes comiendo en silencio, padres mirando sus celulares y el pelotero, diminuto, vacío. Me resultó inevitable la comparación: estos chicos tienen un pelotero todo para ellos, todo de su tamaño, vacío, limpio y gratis, sin embargo, están ahí, callados llevándose comida a la boca. Prefieren comer, quizás porque el consumir se les presenta como un premio. Creo que hubiese preferido el infierno de que algún nene transpirado me pidiera un trago de mi Coca Cola, pero no, los Mac Nenes no transpiran.