Liliana Bonarrigo/De la Redacción de UNO
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Una de las torturas que las adolescentes de los 80 debíamos sufrir era el uso del guardapolvo como uniforme en la escuela pública. En los meses de noviembre y diciembre, cuando el ciclo lectivo llegaba al final y el calor de la siesta nos agobiaba en las aulas del viejo edificio de calle Garay, las chicas de la escuela de Comercio N° 1, solíamos vestir shorts debajo del “Grafa” blanco, desafiando la inspección ocular que cada mediodía realizaban cierto director interino o una preceptora de la institución.
Subida la escalinata de ingreso y pasado el umbral de la majestuosa puerta, nos sorprendían por detrás, levantándonos los guardapolvos para comprobar que lleváramos falda debajo.
Los guardianes de “lo uniforme”, la moral y las buenas costumbres, también ejercían el control sobre nuestros compañeros varones con el uso estricto de la corbata. Algunos rebeldes se dejaban sancionar y otros acudían a Cirilo, un “ordenanza” bonachón que guardaba lazos de repuesto en su escobero salvador. Corría el año 1983, y los resabios de la dictadura aún enquistados en esas “mentes podridas” consideraban los pantaloncitos cortos como una impudicia imperdonable cuando, en realidad, los verdaderos perversos eran quienes hurgaban debajo de los guardapolvos. La autoridad escolar en cuestión exigía también el cabello recogido en las mujeres y el pelo corto en los varones, como si la escuela fuese una prolongación del cuartel.
Pero estas acciones hubieran sido nimias si no hubiesen ido acompañadas de otras peores como la prohibición de los centros de estudiantes, por ejemplo. Los alumnos, entonces, decidieron armar un centro de estudiantes clandestino, hasta que, afianzada la democracia, la organización estudiantil estuvo oficialmente avalada.
Entre los recuerdos de aquella época mi memoria se detiene en una Fiesta del Estudiante organizada fuera del colegio, porque “el señor director” nos pedía -a priori- los guiones de los squetchs (censura previa); porque “de ninguna manera, iba a permitir que nos burlásemos de las autoridades y los profesores de la institución” y porque “la libertad que reclamábamos los estudiantes, seguramente, se transformaría en libertinaje, y bla, bla, bla…”.
El resultado fue una sentada en la calle, con squetchs representados en la vereda de la escuela mientras “el señor correcto”, asomado a una ventana, “identificaba a los cabecillas”, mientras algunos alumnos coreábamos “La Marcha de la Bronca” (*).
De esto ya pasaron más de 30 años. La anécdota sonaba a prehistoria hasta que ayer leí que el intendente de Cipolletti (Río Negro), Aníbal Tortoriello (Coalición Cívica-ARI) y su secretario de Fiscalización, Enrique Sales, exigen a los inspectores de Tránsito “cortarse el pelo y la barba” y "no teñirse de colores estridentes", para cumplir con su trabajo, como si la merma capilar fuese garantía de eficiencia. Según Sales la decisión responde no solo a una “cuestión estética” sino también a “un tema de seguridad” porque, según dijo a un medio, “cuando usted está haciendo un operativo, y está vestido de esa manera (SIC!), lo que menos hace el conductor es detenerse”. Mi primera reacción fue una carcajada, pero después me sentí indignada (y alarmada). Como ciudadanos no podemos permitir que estas actitudes retrógradas y discriminatorias que, por otra parte creíamos superadas, avancen por sobre nuestros derechos individuales y colectivos.
Señores Tortoriello y Sales a ustedes también les cantamos: “…es mejor tener el pelo libre, que la libertad con fijador. Marrrrcha un, dos (…)”.
(*) Marcha de la Bronca (Miguel Cantilo - Pablo Durietz - Padro y Pablo)
“Es mejor tener el pelo libre...”
7 de enero 2016 · 12:42hs