El vampiro del Uritorco

16 de agosto 2015 · 17:29hs
Gustavo Fernández / Especial para UNO
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Setiembre de 1989. Un voraz incendio iniciado en dirección a Cruz del Eje ingresa en jurisdicción de Capilla del Monte. 

Tenía un frente de unos seis kilómetros y avanzando en sentido norte-sur, empujado por vientos del sector norte, con ráfagas de treinta a cuarenta kilómetros por hora, amenazando el casco de una estancia, lugar donde sucederían los hechos que relataremos. 

Se dirigieron al lugar dos dotaciones de esta Central, quienes solicitaron apoyo inmediato, por lo que se convocó personal de otras localidades, recibiendo también el apoyo del Ejército Argentino que aportó dos helicópteros Bel 212 H1H y varios Unimog para el transporte del personal de la “Brigada Naranja”.

Una vez transportado todo el personal y emplazada la “base operativa” en el casco de la estancia, se comenzó con las tareas de extinción de manera coordinada, lográndose rápidamente el objetivo fijado.

A media mañana, luego de sofocada una parte del incendio, se comenzaron a producir nuevos focos, en la zona que ya había sido extinguida, demorando el trabajo del personal combatiente y obligándolo a separarse en grupos. 

Es justamente uno de estos grupos el que tomó contacto visual con un sujeto, vestido íntegramente de negro y de elevada estatura, que provocaba los reinicios de manera intencional.

Al ver esto, el jefe de dotación destacó a tres bravos para localizar y detener al incendiario, mientras el resto continuaba combatiendo el fuego. 

Cuando el grupo principal se encontraba a unos doscientos metros, los tres bomberos divisaron al sujeto a unos cincuenta metros de su posición. Eran los hombres más fornidos del grupo, despojados de su equipo de combate y armados con machetes de monte, los que se dirigieron hacia el sujeto dispuestos a cumplir con la orden impartida, sin imaginar el giro que iban a tomar los acontecimientos.

Cuando se encontraban a escasos metros de lo que a simple vista parecía una persona vestida de negro, con una especie de capa y un sombrero de ala ancha del mismo color, fueron detectados por este personaje que inició una veloz carrera a través del monte, dándose a la fuga en dirección del promontorio cercano que daba hacia un arroyo. 

Los tres efectivos lanzados en franca persecución, se vieron superados en velocidad y agilidad, que, dicho por ellos mismos, no eran normales. 

La persecución continuó hasta el promontorio, al cual llegó primero el sujeto que, dando un prodigioso salto al vacío, se perdió de vista de sus perseguidores, quienes al llegar al lugar, se encontraron con una caída vertical de unos ochenta metros, y divisaron la silueta del sujeto corriendo a toda velocidad por el curso del arroyo hasta desaparecer en el interior de una cueva, que había en una de sus riberas.

Atónitos por la demostración de agilidad y sin poder entender cómo había sobrevivido a la caída, el pequeño grupo regresó a reunirse con el resto, e informar a sus superiores lo ocurrido. 

Una vez informados éstos, se comunicaron al campamento solicitando la presencia del personal militar para garantizar la seguridad de los combatientes. Las tareas de extinción continuaron normalmente y no se volvió a advertir la presencia del extraño incendiario en el resto del día. Con las primeras sombras de la noche, se abandonaron las tareas y se produjo el reagrupamiento en la “base operativa”, para cenar y descansar para el día siguiente. Por supuesto, el comentario obligado fue el incendiario y esto motivó, por parte de los superiores, dotar a cada grupo de una escolta armada.

Luego de la cena, un suculento guiso de arroz, el personal de esta Central se reunió con el encargado, un señor de avanzada edad pero dotado de una vitalidad envidiable, que los recibió amablemente y les ofreció un vino de la casa. 

Luego de un rato de charla, surgió el comentario del sujeto y el encargado les dijo en un tono muy serio: “hay que tener cuidado con ciertas cosas”. Los hombres se interesaron y pidieron conocer todo lo que aquél hombre supiera sobre el asunto; el encargado asintió, tomó aire, apuró un trago de vino y comenzó su relato:

“Esto sucedió dos o tres años atrás, cuando empezaron a aparecer las vacas muertas en el campo, las vacas parecían estar desangradas, sin otra herida que un pequeño tajo en el cogote. Un día, mientras recorría el terreno buscando a los animales, tomé por una huella que conducía al otro lado de la quebrada por el filo de una loma, pero al llegar a la cima el caballo se puso nervioso, negándose a seguir avanzando. Los perros que me acompañaban empezaron a gemir lastimosamente y a retroceder, como si del otro lado hubiera algo con lo que ellos no querían encontrarse. Me bajé del caballo, tomé la escopeta de dos caños y subí por el sendero, del otro lado me encontré con un cuadro inimaginable: una vaca se encontraba tirada en el suelo pataleando y encima de ella, un tipo vestido de negro, agazapado sobre el cuello. Pensé que se trataba de un cuatrero común, le pegué un grito, en ese momento el sujeto se enderezó y se dio vuelta”. Otra pausa en el relato, otro sorbo de vino, y la cara del encargado cambió de expresión.

“Se lo juro, m’hijo, nunca en mi vida había visto algo así, no se puede describir la cara del tipo, un color oscuro, unos ojos amarillo brillantes y unos dientes afilados en una mueca horrible. Dio un paso hacia donde yo estaba y a lo único que atiné fue a apuntarle con la escopeta, lo cual no lo detuvo y continuó avanzando, así que disparé.

El tiro hubiera bastado para voltear a un toro, pero al tipo sólo lo hizo trastabillar por lo que le volví a disparar y esta vez sí, cayó al suelo, de espaldas, sin un quejido.

Una vez recompuesto de la impresión empecé a pensar qué hacer con el cuerpo, llevarlo al pueblo no podía porque el caballo se negaba a cargarlo, dejarlo ahí tirado e ir a avisar a la policía tampoco, porque tenía miedo que algún animal salvaje se lo llevara y me tomaran por loco, así que decidí atarlo y arrastrarlo hasta una cueva al lado de un arroyo.

Una vez en el lugar, lo enterré dentro de una cueva y tapié la entrada con piedras, prometiéndome no contarlo a nadie, nunca. Hasta hoy, que los escuché a ustedes y decidí romperle silencio para que se anden con cuidado y no provoquen lo que no debe ser provocado”.

Lo último que voy a contarles y ustedes decidirán qué hacer es que hace unos meses encontré otra vaca muerta como las de antes, entonces me fui a la cueva y la encontré abierta, con las piedras volteadas de adentro hacia fuera y la tumba vacía sin tierra, sólo el hueco que yo había hecho”.

Un estremecimiento recorrió a los que escuchaban el relato: ¿qué misterio rodeaba y encerraba aquél lugar escondido entre las sierras? El resto de la noche transcurrió en una tensa vigilia, aumentada por los sonidos de la naturaleza y el pensamiento alocado de mis compañeros que les hacía ver y escuchar cosas irreales, impidiéndoles conciliar el sueño.

Con la llegada del nuevo día retornó la tranquilidad, incierta, por lo que podía suceder. Se armaron los grupos para terminar el incendio y partieron todos, con cierto nerviosismo, acompañados por las escoltas militares, que al ser muchachos jóvenes, se encontraban en las mismas condiciones que el resto.

Los helicópteros sobrevolaban la zona transportando personal a los puntos más distantes y realizando una vigilancia aérea para informar cualquier novedad.

Como en el día anterior a media mañana, nuevamente hizo su aparición el extraño personaje, con la diferencia de que esta vez, todos los grupos tenían contactos, inclusive los helicópteros lo veían, sin poder seguir su desplazamiento, ya que se les perdía de vista en las frondosas quebradas.

Mientras tanto los grupos lo veían, algunos a la distancia, observándolos, y otros eran sorprendidos por un paso raudo y a gran velocidad, entre sus filas, sin dar en ningún momento oportunidad de actuar a las custodias armadas, desapareciendo siempre en dirección al arroyo.

Los bomberos que podían verlo de cerca, se encontraban en un estado de nerviosismo tal que la mayoría se descompuso, debiendo ser relevados de sus puestos y evacuados de la zona, otros simularon accidentes, deshidratación y otras excusas para ser evacuados. Los contactos seguían produciéndose sin interrupciones y el desconcierto era general, pero en ningún momento el personal sufrió agresiones de parte del extraño sujeto. No había ni hay explicación de las apariciones simultáneas y en distintos puntos y a gran distancia unas de otras.

Promediando la tarde y a pesar de todos los inconvenientes, el incendio quedó extinguido, realizándose una breve guardia de cenizas sin registrar ni la presencia del sujeto, ni de nuevos focos de incendio. Cuando atardecía, todo el personal se retiró de la zona y mientras las columnas de móviles se alejaban del casco de la estancia pudieron ver en la cima de una loma, recortada contra el ocaso, la figura de negro observando cómo se retiraban de sus dominios.

Es inevitable vincular esta aparición con la del ínclito “Springheel Jack” (“Jack El Saltarín”) una entidad que en la década de 1890 asoló las noches londinenses, saltando de tejado en tejado bajo la atónita mirada de los “bobbies”, los policías ingleses que nada pudieron hacer para detener su absurdo accionar. Absurdo porque sólo parecía estar interesado en eso, en brincar de techo en techo hasta desaparecer. Nunca asoló a ningún viandante ni irrumpió en ninguna vivienda. Pero la descripción es más o menos unánime. Muy delgado y muy alto, vestido íntegramente de negro, con un sombrero de ala muy ancha que ocultaba su rostro, capa y –he aquí la única diferencia con su sosias cordobés- una potente luz blanca en el centro del pecho que podía encandilar a quien se aproximara. Ambos, con un siglo de diferencia, marcan la irrupción de una realidad extraña en la cotidianeidad.

En el caso del Uritorco, a la extraña presencia se le suman dos constantes conocidas para los investigadores de lo paranormal: el ganado muerto en extrañas circunstancias (¿cómo no asociar con el tan mentado “Chupacabras”?) y los incendios inexplicables como los otros relatados en un reciente podcast de nuestra autoría. Y, una vez más, los misterios inexplicables que persisten…

Fuente del incidente cordobés: “Hechos y relatos fantásticos de Capilla del Monte”, capítulo: “El extraño incendiario”, por Mario Gustavo Guevara. Del Prete Editor, 2004.

 
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